sábado, 18 de marzo de 2017

-PERTURBACIONES Y DESASIMIENTOS-

Es frecuente que, en ciertos momentos clave de sus vidas, los seres humanos, o algunos seres humanos al menos, se enfrenten con una serie de descubrimientos perturbadores. Son descubrimientos que no plantean solamente problemas intelectuales, frente a los cuales el individuo pueda mantenerse emocionalmente indiferente, como si se tratase de resolver una ecuación matemática, sino que implican la propia existencia del individuo; descubrimientos que, en algunos casos, producen en el individuo un estado de permanente meta-reflexión, un desasimiento de lo cotidiano (acompañado, acaso, de la necesidad de encontrar nuevamente dónde asirse), una especie de conciencia filosófica.

PRIMER DESCUBRIMIENTO PERTURBADOR:
LA MUERTE
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Enfrentar la muerte
Quizás el primero de estos descubrimientos perturbadores sea el de la muerte, esto es, tomar conciencia de que vamos a morirnos. Entre los cinco y los diez años casi todos los niños acaban enfrentándose en algún momento con esa conciencia de la mortalidad.
Ese descubrimiento se puede desglosar, en realidad, en otros dos: la conciencia de que vamos a morir y la conciencia de que morir es horrible, de que no queremos morir.
Pero la inteligencia que produce este descubrimiento, que descubre esta paradoja, la de que vamos a morir y no queremos morir, urde estrategias para enfrentarla, para poder sortearla, superarla o convivir con ella.
Estas estrategias pueden ser clasificadas en tres grupos: las que se conforman con garantizar una inmortalidad diferida, no estrictamente personal, las que buscan garantizar una inmortalidad personal, y, las más difíciles, acaso las que solo se pueden alcanzar tras un largo proceso de maduración, las que hacen de la muerte el sentido de la vida.
Entre las estrategias del primer tipo nos encontramos con las siguientes:
Una primera estrategia, que era habitual, por ejemplo, en el mundo griego arcaico, pero que es compartida por individuos de distintas épocas y civilizaciones, consiste en buscar la pervivencia a través de la fama. La fama deja un rastro nuestro tras la muerte corporal, de modo que nos hacemos la ilusión de que algo de nosotros pervive, aunque solo sea en la memoria de nuestros semejantes.
Otra forma de intentar superar la muerte, de vencerla, es a través de la disolución del sujeto en la comunidad. Yo soy un yo, pero también soy un nosotros. El nosotros del que formo parte es la familia, la patria, la nación, la cultura, la lengua, o incluso la naturaleza entera. Al identificarme con algún grupo, al poner mi identidad en el grupo, consigo que esta identidad mía perviva tras mi muerte corporal, creándome una ilusión de inmortalidad.
Una forma más sofisticada de intentar vencer a la muerte, es a través de la identificación del entendimiento personal con el conocimiento en general. Así, Aristóteles, y, de manera más clara, Averroes, sostienen que el entendimiento agente, que es una parte o función del entendimiento humano, es inmortal; pero, eso sí, tal entendimiento es el mismo en todos los seres humanos. (Para entendernos: cuando yo pienso una ecuación matemática, y Fulanito piensa la misma ecuación matemática, mi entendimiento y el de Fulanito son, en ese aspecto, el mismo entendimiento).
Todas estas formas de intentar sortear la muerte pueden, sin embargo, no resultar satisfactorias para la inteligencia. Pues no garantizan la pervivencia personal, la pervivencia real del individuo, que es a lo que el sujeto pensante, el sujeto que se descubre como mortal, aspiraría.
Pero, desde tiempos inmemoriales, la inteligencia habría ido urdiendo otra forma de solucionar la paradoja que supone descubrir que vamos a morir y que no queremos morir. Esa nueva estrategia para enfrentarse con este problema consistiría en postular la existencia, en cada individuo, de un alma inmortal.
Parece que los primeros que tuvieron tal ocurrencia fueron los hindúes. El hinduismo, una religión, un conglomerado de religiones en realidad, aparecida en el Indostán hace unos 3.500 años, que es seguida hoy en día por centenares de millones de personas, sostiene que el ser humano posee un alma inmortal que se reencarna tras la muerte del cuerpo.
Del hinduismo tales doctrinas pasaron al orfismo, una religión mistérica (cerrada, secreta, impartida solo a iniciados) que se expandió por el mundo griego antiguo. Del orfismo la tomaron, a su vez, los pitagóricos. El pitagorismo es una corriente filosófica surgida en el mundo griego en el siglo VI a. C. que defendió una antropología dualista, según la cual el ser humano es un compuesto de dos sustancias separables: un cuerpo mortal, de linaje terrestre, y un alma inmortal, de linaje celeste. El dualismo antropológico pasó de los pitagóricos a Platón y a los neoplatónicos. Y, posteriormente, al cristianismo -donde la inmortalidad del alma aparece claramente como inmortalidad personal-, y al islam.
Y así nos encontramos con que, a principios del siglo XX, Miguel de Unamuno, escritor y filósofo español de la Generación del 98, hará del ansia de inmortalidad el centro de su reflexión. Unamuno sostiene, siguiendo una larga tradición filosófica, que el impulso fundamental que mueve a los seres vivos es el deseo de pervivir. Este deseo se manifiesta en los seres humanos, según Unamuno, como ansia de inmortalidad. Tal ansia de inmortalidad está detrás del afán por el conocimiento, pues lo que el hombre busca es descubrir qué puede perdurar de uno mismo. El conocimiento supremo sería aquel que nos permitiese aclarar definitivamente el problema de nuestra propia muerte. Ante el cual caben tres posibles soluciones: (1) Alcanzar la seguridad de que vamos a morir; esto es, de nuestra completa aniquilación. (2) Alcanzar la seguridad de nuestra inmortalidad. (3) Mantenernos en la imposibilidad de decidir; esto es, mantenernos en la incertidumbre. Esta tercera posibilidad produce un especial estado de ánimo, que Unamuno denomina congoja. Pero esta congoja, esta incapacidad de decidir de modo definitivo acerca de aquello que es de nues­tro máximo interés, es la que dota a la vida humana de una especial intensidad.

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Enfrentar la inmortalidad
Tras enfrentarse con el problema de la muerte, con el problema de que debemos morir y no queremos morir, algunos seres humanos descubren algo más terrible: la inmortalidad.
No queremos morir, al menos en circunstancias normales, eso es cierto. Por ello, sabernos inmortales, o creernos inmortales, puede parecer, en un primer momento, algo tremendamente satisfactorio. Una solución a esa cruel paradoja. El mayor bien al que podríamos aspirar.
Pero, después de pensar un poco, y acaso cuando uno ya se ha olvidado del tema de la muerte porque cree haberlo solucionado, tenemos que concluir que esta solución es terrible. ¿Realmente alguien que pueda hacerse una idea, solo ligeramente aproximada, pues otra cosa no es posible, de lo que pueda ser vivir eternamente, puede desear tal cosa? La vida eterna es el castigo supremo. Y algo de eso debió descubrir el antiquísimo pensamiento hindú, cuando, después de inventarse la solución del alma inmortal tuvo que desarrollar la doctrina budista, cuya finalidad esencial es liberar el alma de la cadena de las reencarnaciones.
Claro que, sobre las consecuencias de la inmortalidad, acaso estuvo más acertado Borges. Jorge Luis Borges, el escritor argentino cuyas narraciones son una invitación continua a la reflexión, un ejemplo de literatura filosófica, especula en El inmortal, con las consecuencias que, sobre la identidad humana, acarrearía una vida eterna. El inmortal de la narración borgiana se ha sumido en el olvido de sí mismo. Como un vegetal, como una roca. Las aflicciones, los deseos, los temores, las esperanzas, ya no le afectan, y, por lo mismo, ha abandonado la humanidad. (¿Podemos adelantar a partir de aquí por dónde van los tiros de aquellos que sostienen que es precisamente la muerte la que dota de sentido a la vida?).

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Y luego está Nietzsche
Pero si no queremos morir, ni vivir eternamente, la paradoja adquiere otra dimensión. Y aquí aparece Nietzsche, es decir, la inteligencia humana a través de Nietzsche, que ideó una singular ¿salida? de este atolladero, una manera distinta de situarse ante el devenir y la muerte: el eterno retorno de lo mismo. La idea, ya formulada en el mundo antiguo, de que todo retorna eternamente.
Pero, en boca de Nietzsche, esta idea no significa, como pueda parecer en una interpretación simplista, que todo vuelve a repetirse. Algo así como si dentro de x, elevado a x, años volviese a suceder de nuevo lo mismo. Por el contrario, lo que pretende mostrarnos Nietzsche es que es el tiempo mismo, el instante, el que se repite.
¿Y esto qué quiere decir?
Vamos a tratar de aproximarnos a la idea de eterno retorno a través de dos imágenes, de dos alegorías, en realidad.
Primera imagen. Imaginemos un Dios omnisciente, situado más allá del tiempo y del espacio, que fuese capaz de contemplar el universo entero, incluido su origen y su fin, en un mismo golpe de vista. Ante su mirada no habría diferencia entre pasado y futuro, todo aparecería como en un eterno presente, del que no quedaría nada fuera. Y, ahora, imaginemos que no hay Dios.
En La invención de Morel, el escritor argentino Adolfo Bioy Casares se acerca a la idea del eterno retorno de lo mismo a través de una imagen distinta. Bioy Casares especula con la posibilidad de desarrollar un aparato que permite grabar un instante, un periodo de tiempo, de la vida de una persona o comunidad con todo lo que esta conlleva. La grabación recoge la experiencia total de ese instante, con sus recuerdos, opiniones, sensaciones, estados físicos, etc. La máquina, el invento de Morel, permite, a continuación, reproducir ese momento grabado, una y otra vez, que, por lo tanto, retorna siempre, pero es siempre el mismo instante.


SEGUNDO DESCUBRIMIENTO PERTURBADOR:
QUE LA VIDA NO TIENE SENTIDO
Qué la tarea de la filosofía es descubrir el sentido de la vida se ha convertido en un tópico. Pero, en este caso, en un tópico falso. Jamás ha preocupado a ningún filósofo griego o romano antiguo, ni a ningún filósofo medieval, en caso de que realmente haya habido filósofos en la Edad Media, cuál es el sentido de la vida.
Pero sí se ha instalado en nuestra cultura la idea de que la vida tiene que tener un sentido, y de que ciertas formas de pensamiento profundo, entre las que el vulgo  incluye a la filosofía y a las empalagosas narraciones de Paulo Coelho, están para descubrir y mostrarnos ese sentido.
De modo que se convierte en una experiencia desgarradora el descubrir, cuando uno ya ha pasado, a veces largamente, la adolescencia, que la vida no tiene ningún sentido. Que estamos aquí a consecuencia de múltiples y fortuitos azares, sin ningún papel que representar, y que nada garantiza que vayamos a estar aquí, ni siquiera como especie, en el futuro.
Pero, como han mostrado, ahora sí, diversos filósofos, entre los que podemos mencionar a los españoles Jesús Mosterín o Gustavo Bueno, que la vida carezca de sentido no es una objeción a la vida, sino más bien todo lo contrario. Pues si la vida tuviese sentido, significaría la negación de toda libertad. Que la vida tenga un sentido establecido previamente significaría que somos algo así como, empleando una metáfora de Bueno, flechas lanzadas por manos ajenas. Que la vida no tenga sentido quiere decir, por el contrario, que el futuro está abierto, que está, hasta cierto punto como siempre, en nuestras manos. Que puede haber múltiples sentidos, los cuales serán siempre creación nuestra.


TERCER DESCUBRIMIENTO PERTURBADOR:
QUE SER MALO PRODRÍA SER BUENO
Quizá este descubrimiento solo pudo realizarse, o llegar a ser perturbador, en un determinado contexto, en el seno de una civilización que hizo de la existencia humana un fenómeno moral: la civilización cristiano-occidental.
Y, dentro de ese contexto, en el ámbito en el que el debate moral adquirió más intensidad, en la Alemania post-luterana y post-kantiana. Y ahí aparece Nietzsche. Preguntándose por qué hay que ser bueno. Y si ser bueno no será, a la postre, malo, malo para la vida. De esa pregunta inicial sale toda la filosofía de Nietzsche.
Pero, obviamente, una vez que alguien formula esa pregunta hay que enfrentarla, ya no podemos librarnos de ella sin más. Hacer cómo que no la hemos oído, como que no nos ha hecho cuestionarnos ciertas seguridades.
Pues bien, atrevámonos, ahí va la pregunta ¿no podría suceder que ser malo fuese bueno?
Por si quien lee esto no había sido perturbado todavía por esa pregunta vamos a contextualizarla, para que adquiera sentido. En el ámbito cristiano la bondad se convierte en el valor supremo, el valor que rige la existencia de los seres humanos. Pues solo la bondad garantiza la salvación. Y no solo eso, la maldad, o la simple carencia de bondad, en el supuesto de que sean dos cosas diferentes, conduce al castigo eterno. La maldad, o ausencia de bondad, es una ofensa a Dios, a Cristo, es el pecado. Pero es, también, una ofensa a los demás, a la comunidad cristiana.
Pero, a partir de la Ilustración, el cristianismo se volvió, aparentemente, un cuento de viejas. Es decir, el pecado, el perdón, la salvación, etc., pasaron a formar parte de una literatura obsoleta, propia de otras épocas, a la que solo las abuelas, siempre ancladas en el pasado, por seguir con el tópico, siguen atendiendo, más por rutina que por auténtica convicción.
No obstante, la visión moral del mundo no murió con el cristianismo, se hizo laica, se instaló en la vida civil. Se convirtió en progreso. Progreso hacia un mundo mejor, donde mejor significa con más igualdad, libertad, compasión, fraternidad. Quien ataca tales ideales, quien cuestione que la igualdad es buena, la desigualdad mala, quien defienda la servidumbre o la esclavitud, quien haga gala de soberbia y egoísmo, se coloca del lado de la maldad. Es malo.
Y entonces Nietzsche se pregunta ¿por qué? ¿No podría suceder que la dureza y la servidumbre fuesen necesarias para crear una cultura más elevada, una cultura superior? ¿No es la diferencia de valores, la jerarquía de valores, la que permite la existencia misma de valores? ¿No podría suceder que el egoísmo fuese un derecho de los individuos auténticamente creadores, diferentes, que sobresalen de la masa? Es más, ¿desde el punto de vista de los intereses de la especie, qué significa egoísmo?
A todas estas preguntas Nietzsche da una respuesta. Pero no nos interesan aquí las respuestas de Nietzsche. Nos interesa la pregunta original, esto es, ¿no podría suceder que ser malo fuese bueno?, porque, sea cual sea nuestra respuesta, una vez formulada esa pregunta ya no podemos mantener la mirada inocente sobre la moral. Una vez planteada esa pregunta la moral misma, no esta o aquella moral, sino la existencia misma de conductas morales, se convierte en objeto de discusión. Aparece en escena un problema nuevo, el del valor de la moral.


CUARTO DESCUBRIMIENTO PERTURBADOR:
QUE QUIZÁ NO TENEMOS CAPACIDAD DE ELEGIR
Denominamos libre albedrío a la capacidad de elegir que se supone que poseemos los seres humanos. Muchos filósofos y pensadores religiosos consideran que esta capacidad de elegir es la que nos convierte en seres morales, pues solo puede calificarse de buena o malvada una conducta si ha sido elegida por quien la lleva a cabo.
Que poseemos libre albedrío parece ser confirmado, además, por la experiencia cotidiana, pues todos sentimos que ciertas decisiones las tomamos nosotros mismos, libremente, y otras se nos imponen.
No obstante, que exista tal capacidad de elegir ha sido cuestionado en numerosas ocasiones por otros relevantes pensadores. Ya decía Spinoza, filósofo judío-sefardita holandés del siglo XVII, que la libertad no es más que la conciencia de la necesidad.
Posteriormente, ya en el siglo XX, otro judío célebre, Sigmund Freud, desarrolló el psicoanálisis, una corriente psicológica con numerosos seguidores y detractores que pretendía explicar todo tipo de fenómenos mentales y curar los trastornos de la conducta. Esta corriente partía del supuesto de que buena parte de nuestra conducta es decidida a nivel inconsciente, fuera, por lo tanto, del control consciente del individuo.
Pues bien, en 1983 Benjamín Libet realizó un experimento crucial. Consistía en colocar unos electrodos en el cuero cabelludo que permitían medir la actividad cerebral de unos individuos que se habían prestado para realizar el experimento. A continuación se les pedía a tales individuos que tomasen una decisión espontánea del tipo levantar un brazo, y que señalasen el momento de tomar la decisión con un reloj apropiado para tal fin.
El experimento demostró que los cerebros de los sujetos había tomado la decisión una instante antes de que los sujetos fuesen conscientes de que la estaban tomando.
Este experimento ha sido repetido posteriormente con instrumental más sofisticado y con las mismas conclusiones.
El experimento demuestra que nuestra conducta está determinada por mecanismos fisiológicos del cerebro, que funcionan siguiendo relaciones causa-efecto, igual que cualquier otro fenómeno natural. Estos procesos fisiológicos del cerebro son los que producen, posteriormente, la conciencia de haber tomada esas decisiones. La conciencia sería como la espuma que produce la cerveza después de caer en el vaso. Nuestra aparente libertad es solo eso, aparente, espuma.
Pero quizá la conclusión no sea tan simple.
El caso es que cuando el cerebro actúa produce en nosotros la conciencia de tomar una decisión. Y si hemos de creer a Aristóteles, que ya manifestó en su momento que la naturaleza no hace nada en vano, cabría preguntarse por qué produce el cerebro en nosotros la conciencia de tomar una decisión. Dejando al viejo Aristóteles de lado, y pensando en términos evolucionistas, cabe plantearse por qué la evolución produjo el mecanismo de la conciencia. ¿Por qué, si el cerebro toma las decisiones por su cuenta, por así decirlo, ha aparecido otro fenómeno mental consistente en tomar conciencia de haber tomado esas decisiones? Quizá porque esa toma de conciencia también cumple un papel. Nos permite evaluar, retrospectivamente, la decisión tomada. Y esta evaluación se convierte en un nuevo elemento determinante para la próxima vez que el cerebro tome una decisión.
De modo que los problemas subsisten. ¿Tenemos, finalmente, libre albedrío, capacidad de elegir? ¿Y qué entendemos por elegir?


QUINTO DESCUBRIMIENTO PERTURBADOR:
QUE QUIZÁ LA REALIDAD NO ES REAL
Es posible que de niños nos hayamos sorprendido al descubrir, acaso porque nos lo contaron en la escuela, que el Sol es mucho más grande que la Tierra. Es muy grande pero está muy lejos, se nos dice, por eso parece que tan solo tiene el tamaño de un balón de fútbol, de baloncesto a lo sumo.
El argumento acaba convenciéndonos porque en la propia experiencia cotidiana encontramos situaciones que lo avalan. Es posible, por ejemplo, que al asomarnos a la ventana de un noveno piso nos encontremos con que los seres humanos que caminan por la calle adquieren la dimensión de pequeños ratones. O que, si vivimos en un pueblo, hayamos observado como las personas o los coches se empequeñecen conforme se alejan por la carretera.
Pero este proceso de descubrimiento de la irrealidad de lo real -es decir, del descubrimiento de que nuestra realidad cotidiana no se sostiene, o no se sostiene donde creíamos que debía sostenerse-, no acaba aquí.
Al descubrimiento de la relatividad aparente de los tamaños de los cuerpos pueden seguir otros descubrimientos: descubrir, por ejemplo, que al meter un lápiz en un vaso de agua cristalina aparece ante nuestros ojos formando un ángulo. Quizá alguien nos diga que eso es una distorsión óptica, fruto de la refracción de la luz. De modo que todo queda explicado. Pero empezamos a pensar que puede ser conveniente dudar de vez en cuando de lo que vemos.
Quizá posteriormente oigamos hablar de rayos situados fuera del espectro visible, rayos ultravioletas o infrarrojos. E incluso se nos alerte de que los rayos ultravioletas pueden quemar nuestra piel si nos exponemos al sol sin la protección adecuada.
¿Cómo? ¿Rayos que no se ven? ¿Luz que no se ve?
Bueno, hay montones de cosas que no se ven. Sin ir más lejos, cuando usamos el móvil para enviar un mensaje nos estamos comunicando a través de ondas electromagnéticas. Que, obviamente, no vemos.
Más sorprendente es que veamos cosas que no hay. Pero lo hacemos continuamente. Vemos colores, pero no hay colores. Mejor dicho, los hay porque los vemos. Pero no existen al margen de los seres capaces de sentir, y de interpretar ciertos estímulos como colores.
Y podemos ir mucho más allá. La tecnología informática nos coloca ante posibilidades ¿aterradoras? Apenas hace unas décadas que se desarrollaron los lenguajes de programación y somos capaces de recrear mundos imaginarios dentro de un ordenador. No es impensable que dentro de unas décadas seamos capaces de reproducir un mundo vivo de carácter virtual. Imaginemos dentro de miles de años lo que podríamos llegar a hacer. Podríamos recrear un universo entero dentro de un ordenador. Un universo virtual, con sus galaxias, sus estrellas, sus planetas, sus seres vivos, evolucionando al azar o siguiendo un programa, sus seres conscientes, preguntándose si es real la realidad.
Y, ya puestos a imaginar, ¿quién nos dice que eso no ha pasado ya? ¿Quién nos asegura que nuestro universo no es en realidad un juego, una realidad virtual, diseñada por seres inteligentes que han alcanzado ese punto de desarrollo que nosotros especulamos que se podrá alcanzar dentro de miles de años de años?
Y si fuese así ¿qué cambiaría? ¿qué diferencia habría entre que nuestro universo fuese un proyecto virtual y que no lo fuese? ¿qué diferencia habría entre el universo de los creadores del juego y nuestro universo? ¿qué podría hacer al suyo más real?
Y, en definitiva, ¿qué significa que algo sea real? Y, ya puestos, ¿qué significa que algo sea?


SEXTO DESCUBRIMIENTO PERTURBADOR:
SI TODOS LOS PROBLEMAS ESTUVIESEN SOLUCIONADOS ¿ENTONCES QUÉ?
Tras su aparente inocencia, esta pregunta quizá sea la más perturbadora de todas.
Gustavo Bueno, filósofo español contemporáneo, fundador de una corriente de pensamiento conocida como materialismo filosófico, insiste frecuentemente en que pensar es pensar contra alguien. Uno podría ir más allá y sostener que, en cierto modo, sentir es sentir contra alguien, vivir es vivir contra alguien. Pues, como había descubierto ya Spinoza, el filósofo holandés del que ya hemos hablado, toda determinación es negación.
Es decir, por atenernos al tema que nos interesa aquí, los seres humanos se encuentran rodeados de problemas frente a los cuales se autoconstituyen como humanos. Problemas inmediatos que tienen que ver con la subsistencia física (comer, beber, guarecerse del frío), y que llevan al enfrentamiento con la naturaleza, con otras especies animales, o con otras tribus o pueblos. Problemas algo menos inmediatos pero muy próximos, como puedan ser la falta de libertad, que pueden ir desde la falta de libertad política en el seno de un Estado, hasta la falta de libertad personal en el seno de la familia, y que llevan al enfrentamiento con el orden político establecido y los defensores de ese orden, o los conflictos entre padres e hijos. Problemas que tienen que ver con cómo resuelvo mi vida, estudios, trabajo, amores. Problemas que nacen de un grado de sensibilización y racionalización más elevado, y que tienen que ver con una instalación en la realidad más compleja, tales como el de la organización social y política de mi país, el medio ambiente, el sufrimiento ajeno, etc.
Pero ahora imaginemos que no tenemos ningún problema; que, en lo esencial, todos los problemas están resueltos. Y yo sigo aquí. ¿Y entonces qué?
Derechos de autor propiedad de D. Alejandro Bugarín Lago
Valladolid, diciembre-2015


-CÉLEBRES PAREJAS FILOSÓFICAS-
Los filósofos tienen algo de Celestina, les gusta emparejar conceptos. A lo largo de la historia han conseguido unir multitud de parejas sólidas y consolidadas de conceptos.
Si ya sé, los abanderados del poliamor estaréis pensando, ¡que carcas estos filósofos!, ¡limitando el amor a la tradicional pareja! Bueno, tranquilos, también han unido tríos apasionados (el más famoso, muy celebrado por la filosofía alemana, es el formado por tesis, antítesis y síntesis; otros tríos célebres son el formado por sensibilidad, entendimiento y razón, el formado por mundo 1, mundo 2, mundo 3, etc.). Pero permitidme que hoy solo hable de parejas, eso sí, todo tipo de parejas, parejas de hecho, matrimonios de convivencia, parejas homosexuales, heterosexuales, matrimonios bendecidos por la Iglesia y el Estado, etcétera.
Entre las más conocidas de estas parejas tenemos a las parejas formadas por el ser y los entes (bueno esto suena a poligamia, o poliandria, o polialgo, pero, en la indecisión, vamos a tomarlos como una auténtica pareja), apariencia y realidad, naturaleza y cultura, sujeto y objeto, materia y espíritu, materia y forma (ojito materia, ¿a qué estás jugando?), cuerpo y alma, razón y experiencia, sustancias y accidentes, causa y efecto, universal y singular, verdad y opinión.
Comencemos por la primera citada, el ser y los entes. ¿De qué hablamos cuando hablamos de tales cosas? ¿Qué tipo de relación mantienen? Vamos allá.

1. El «ser» y los «entes»
No bien un niño comienza a hablar, comienza a disparar: ¿qué es eso?, ¿y eso?, ¿qué es un «lo que sea»?, y ¿qué es un «otro lo que sea»?
A veces sus preguntas nos cansan, nos desbordan, nos quedamos sin respuestas.
Llegados a este punto tenemos una solución. Engañemos al niño. Propongámosle jugar a que tiene que hacer preguntas sin emplear el verbo ser.
Como el niño es muy pequeño, y acaso no sepa conjugar el verbo ser, hagámoselo más fácil todavía (ya sabéis, el viejo truco, cuando nos quieren engañar siempre nos lo ponen fácil). Propongámosle, simplemente, que no use la palabra «es».
Hummm, diréis, con eso no solucionamos nada, el niño puede seguir preguntando. El niño dirá ¿qué esto?, o ¿qué un ....?, y ya sabemos de qué habla.
Bien, sabemos de qué habla porque nosotros rellenamos lo que falta. Y donde él dice ¿qué esto?, nosotros oímos un ¿qué «es» esto?
Pero negémonos a colaborar. No rellenemos nada. No completemos la frase. ¡Hemos dejado a la criatura sin la posibilidad de hacer preguntas!
Bueno, vale, he exagerado un poco. El niño podrá seguir haciendo preguntas del tipo ¿por qué llueve?, ¿cuándo me vas a comprar el caramelo?, ¿va a venir mamá?, ¿puedo invitar a Carlos? ¿por qué la lluvia cae hacia abajo? Etcétera.
¡En realidad va a poder seguir haciendo un motón de preguntas! Así que, si estamos cansados, o no conocemos las respuestas, es mejor emplear otro truco. Lo de, preguntáselo a mamá, suele dar buenos resultados. (Salvo que uno sea la mamá, claro).
Pero volvamos a lo nuestro. El caso es que muchas preguntas necesitan del verbo ser para formularse. En muchos casos preguntar es preguntar por el ser de algo.
Cuando el niño pregunta ¿qué es esto? o ¿qué es un ornitorrinco?, está preguntando por el ser del «esto» en cuestión, o está preguntando por el ser del ornitorrinco. ¿Y qué quiere decir preguntar por el ser de algo?
Vayamos paso a paso, un buen narrador tiene que demorar lo posible el fin del cuento, sino no hay narración.
Para empezar, cuando preguntamos por el ser de algo estamos diferenciando el «ser» del «algo». Así, cuando preguntamos ¿qué es esto?, estamos diferenciando el «esto» de su «ser». Cuando preguntamos ¿qué es un ornitorrinco? estamos diferenciando al «ornitorrinco» de su «ser».
Pues bien, a esta diferencia le denominan los filósofos diferencia ontológica.
La diferencia ontológica es la diferencia que hay entre un ente y su ser.
¿Y qué es un ente?
Bueno, digamos, de momento, que un ente es una cosa, el «esto» que tengo delante, el ornitorrinco, la mesa sobre la que escribo, el ordenador con el que escribo, etcétera.
¿Y qué es el ser?
Esta ya es una pregunta un poco más complicada. Sigamos enredando un poco:
Imagina que vamos de paseo por el campo, por los alrededores del pueblo de tu abuelo, por ejemplo (sí, ya sé, eso de que todo abuelo tenga que tener un pueblo es un tópico, pero estamos razonando en términos hipotéticos), (por cierto ¿qué es una hipótesis?).
Bueno, pues eso, estamos paseando por los alrededores del pueblo de tu abuelo, acompañados de un matemático, un historiador, un geólogo, y un vecino del pueblo, que es agricultor. (También podrían ser una matemático, una historiadora, una geóloga y una agricultora, vecina del pueblo. Que no se me enfade nadie).
Ya, ya, y a quién se le ocurre ir a dar un paseo por los alrededores del pueblo de su abuelo (suponiendo el abuelo tenga pueblo), acompañado de semejantes personajes... Pero insisto, hablamos en términos hipotéticos. Y ya de paso, ser capaz de pensar en términos hipotéticos quizá sea lo que, de un modo más claro, nos distingue de los animales. (¿Has pillado la indirecta?).
Bien, prosigamos, vamos paseando por los alrededores .... etcétera, y nos encontramos con un objeto (o sea, un «ente», que ya nos vamos familiarizando con la terminología filosófica) en medio del campo, en lo que parece ser la linde entre dos fincas. Y el niño que llevamos dentro dispara la pregunta: ¿qué es eso?
Y ahora vamos a suponer que el matemático que nos acompaña ejerce de matemático todo el día, y el geólogo de geólogo, el vecino del pueblo de vecino del pueble, etcétera. (Es mucho suponer, es cierto, pero con las suposiciones pasa como con las pipas saladas, una vez que pruebas una ya no paras hasta acabar la bolsa).
Bueno, pues lo dicho, cada acompañante en su papel, y yo lanzo la pregunta de marras. (La pregunta de marras, por si nos hemos olvidado, era: ¿qué es esto?).
A lo que el matemático, haciendo de matemático, podría responder:
-Pues eso es un cilindro, de unos cincuenta centímetros de diámetro y un metro de alto, aproximadamente
El geólogo, haciendo de geólogo, podría responder:
-Granito, eso es granito.
El historiador, haciendo de historiador, podría responder a su vez
-¡Vaya!, ¡si es una piedra miliaria!, ¿cómo es que está esto aquí?
Y luego, poniéndose pedagógico, podría añadir:
-Las usaban los romanos para marcar las distancias en las calzadas, debería estar en un museo.
Y el vecino del pueblo, haciendo de vecino del pueblo, diría:
-Eso es un mojón, separa la finca del Genaro, la de la derecha, de la finca del Custodio, la de la izquierda.
(Lo de «el Genaro» y «el Custodio» queda muy de pueblo, y además los tópicos tienen su encanto: ¡cómo podríamos combatir los tópicos si no hubiera tópicos!).
Bueno, el caso es que, de la misma cosa, del mismo ente, podemos decir que «es un cilindro», que «es granito», que «es una piedra miliaria», y que «es un mojón». ¡Y podría suceder que todos esos enunciados fuesen verdaderos!
Podríamos, incluso, decir otras cosas acerca de ese ente; podríamos, acaso, decir que «es bonito», que «es sólido», que «es real», etcétera.
Tenemos, entonces, que un mismo ente posee muchos modos de ser.
Y volvemos con la pregunta ¿qué es el «ser»?, ¿qué significa que algo «sea» esto o lo otro?
De momento vamos a seguir manteniendo la intriga. (¡Ojo spoilers, si conocéis el fin de la historia os lo calláis!). (Lo de spoilers lo pongo en atención a los programas bilingües, que nuestras autoridades académicas tienen a bien promocionar de un tiempo a esta parte con gran éxito: ser ignorante en varias lenguas es, indudablemente, mucho mejor que serlo en una sola).
Sigamos con lo nuestro. El caso es que no hemos respondido todavía a qué significa ser, qué significa que algo sea. Pero, curiosamente, todos tenemos una cierta compresión previa de lo que significa ser, de lo contrario ni entenderíamos la pregunta de la que partíamos (¿qué «es» esto?), ni entenderíamos las respuestas (esto «es» ...).
Y, por cierto, el matemático, el geólogo, el historiador y el vecino, que nos acompañaban en el célebre paseo por las afueras del pueblo, también tenían una cierta comprensión de lo que se entiende por ser. De lo contrario, tampoco ellos habrían entendido la pregunta, y, por lo tanto, no hubieran podido dar ninguna  respuesta.
Pues bien, por «ser», en general, estábamos entendiendo, en los casos que hemos señalado, el modo de darse, el modo de aparecer, la apariencia, de eso que teníamos delante, de ese ente.
Ese ente, que en principio puede ser muchas cosas -puede caracterizarse, determinarse, de muchas maneras-, queda caracterizado, o determinado, de una manera concreta cuando decimos que «es A», o que «es B».
Tenemos entonces que hemos encontrado un primer significado de ser (hay otros): ser es la determinación, la caracterización, de algo, de un ente.
Pero esa determinación varía en función de nuestra manera de estar en el mundo, de nuestra instalación en el mundo, del proyecto en el que ya siempre estamos instalados. Por eso, cuando le preguntamos al vecino del pueblo (que habla desde su peculiar instalación en la realidad, que habla como vecino que conoce las tierras, como agricultor preocupado por las lindes, por las propiedades, etc.), lo que, para él, caracteriza, ante todo, a ese ente, es la función que desempeña en su mundo, y esa función consiste en ser un mojón.
Cuando le preguntamos al historiador, familiarizado con las reliquias que nos llegan del pasado, que nos permiten conocer e interpretar el pasado, lo que determina ante todo a ese ente, lo que le caracteriza por encima de todo, es ser un elemento de la civilización romana, que tenía una función en esa civilización: señalar las distancias en las calzadas.
Pero en nuestra época moderna (sí, de acuerdo, la nuestra es la época contemporánea, según la usual clasificación de las épocas históricas, pero, filosóficamente seguimos siendo modernos -o, como mucho, posmodernos, o tardomodernos-), repetimos, en nuestra época moderna, el ser es entendido sobre todo desde la perspectiva físico-matemática.
Cuando preguntamos por el ser de algo, o tenemos dudas acerca de la verdad de algo, esperamos que sea la ciencia quien nos lo aclare. Pero por ciencia se entiende, a partir del mundo moderno, aquel tipo de saber que puede describir la realidad en términos físico-matemáticos.

2. Lo «universal» y lo «singular»
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Podemos definir el «concepto» como una representación mental de algo universal.
Vamos a tratar de explicar qué quiere decir eso:
Al escribir, hablar, pensar, empleamos continuamente palabras, o términos, como «Trasto» (para referirme al perro de la vecina), «Miguel» (para referirme a mi hermano pequeño), «IES Arca Real» (para referirme a un determinado centro de enseñanza secundaria) o «Delicias» (para referirme a un determinado barrio de Valladolid).
Pero también empleamos términos como «perro», «hombre», «instituto», o «barrio».
Las palabras o expresiones «Trasto», «Miguel», «IES Arca Real», o «Delicias», se refieren a realidades singulares, individuales.
Cuando no tengo esa cosas delante y pienso en ellas puedo representármelas en mi mente. («Representar» es volver a presentar algo cuando ya no está físicamente presente). ¿Y cómo me represento tales realidades individuales en mi mente? Pues evocando su imagen.
Puedo imaginar a Trasto, con su aspecto robusto pero pequeño, su pelo marrón, sus orejas caídas, quizá un cruce de Beagle con alguna otra raza, etc. Puedo imaginarme a Miguel, con su pelo negro y liso, su cara con aspecto de haber hecho alguna travesura, sus brazos flacos con un bocadillo en la mano, etc. Puedo imaginarme el IES Arca Real, como un edificio de ladrillo, en forma de L, con su enorme entrada acristalada, sus pistas deportivas cercadas por una valla, etc. Puedo imaginarme al barrio de Delicias, con sus edificios de ladrillo rojo, su Parque de la Paz con la estatua de Mahatma Gandhi en medio, sus calles casi siempre llenas de gente, procedentes de múltiples países, sus bares, sus institutos, etcétera.
Los términos «perro», «hombre», «instituto», y «barrio» no se refieren a cosas singulares, a cosas individuales, sino a clases de cosas. Por decirlo así, se refieren a cosas universales. Pues «perro» incluye a todos los perros, «hombre», a todos los hombres, «instituto» a todos los institutos  y «barrio» a todos los barrios.
Cuando pensamos en «perro», no pensamos en ninguna imagen concreta, tampoco cuando pensamos en «hombre», «instituto», o «barrio». Por eso cuando pensamos en estas cosas se puede decir que en nuestra mente se forma una representación de algo universal. Y eso es el concepto.
Pero ¡cuidado!, porque podemos estar tentados de confundir el concepto con la palabra. ¡Y no son lo mismo! Un concepto puede ser designado con múltiples palabras. Así, el mismo concepto es representado en castellano con la palabra «perro», en francés con la palabra «chien», en italiano con la palabra «cane», en inglés con «dog», en klingon con «Ha´DlbaH», en gallego con «can», en alemán con «Hund», en catalán con «gos», etcétera.

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Una vez que ya sabemos lo que es una concepto vamos a tratar de explicar cómo se forma. Aunque esto es un problema bastante más complicado.
Cómo se forma una imagen en mi mente parece fácil de explicar. En realidad no es fácil en absoluto, pero podemos contentarnos con decir que las imágenes son recuerdos guardados en la memoria de cosas que hemos visto.
¡Pero nadie ha visto un concepto! ¿Ha visto alguien a «perro», «chien», «Ha´DlbaH», «cane», «dog», «can», «Hund», o como quiera que se le denomine?
Hemos visto a Trasto, sí, pero ¿a «perro»?
No es nada fácil, desde luego, explicar de dónde salen los conceptos, dado que no parecen provenir de nuestra experiencia cotidiana, donde nos encontramos continuamente individuos, pero no universales. Y sin embargo no podemos hablar, ni pensar, si suprimimos los universales. (Prueba a tratar de mantener una conversación, o pensar durante un rato, sin emplear términos tales como «casa», «palabra», «silla», «concepto», «clase», «examen», «ropa», «hombre», «animal», «perro», «día», «año», «calle», «libro», «móvil», «frío», etcétera).
Pues bien, desde casi el inicio de la filosofía, se vino considerando que pensar es pensar en términos universales. Sócrates, en el siglo V a. C. vino a decir que conocer es conocer lo universal, si no, no hay auténtico conocimiento. Conocer lo que es la justicia es captar lo que hay en todo acto justo, lo que determina que algo sea justo, es decir, conocer el universal «justicia», el «ser» de la justicia, no señalar un acto justo concreto.
Y aquí está el problema, ¿cómo se alcanza el conocimiento de tales universales?
Vamos a ver qué respuestas han dado algunos filósofos notables a la largo de la historia:

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Sócrates sostiene que lo universal se establece en una definición, que señale las notas o rasgos que caracterizan a eso que queremos conocer. Ese conjunto de notas o rasgos constituyen la esencia de ese algo.
Así, conocer qué es la justicia consiste en dar una definición de justicia en la que se recojan las notas que caracterizan a todo acto justo, en las que se señale la esencia de lo justo. De modo que podamos decir: «La justicia es ... x».
¿Y cómo conseguiremos encontrar una definición tal?
Sócrates cree que a través de un diálogo, en el que tenemos que empezar admitiendo que ignoramos lo que es algo (Sócrates denomina a este momento ironía) e invitamos a nuestro interlocutor a dar una definición de ese algo (Sócrates denomina a este momento mayéutica, que significa dar a luz).
Una vez dada esa definición la contrastamos con algún hecho para ver si se ajusta a ese hecho, si es adecuada. Si encontramos algún hecho que entra en el conjunto de las cosas a definir, que no se ajusta a la definición dada, entonces esa definición no será válida y hay que invitar al interlocutor a dar otra.
Así, por ejemplo, invitamos a nuestro interlocutor a definir qué sea la justicia. Este nos dice: «la justicia es x, y, z». A continuación le indicamos algún acto que consideramos justo, pero que carece de z, por ejemplo, o que teniendo todas las notas indicadas por él, sin embargo no lo consideramos justo. Esto nos lleva a concluir que esa definición no es válida, y hay que proponer otra.
El caso es que, por lo que parece, Sócrates nunca consiguió alcanzar un definición universal satisfactoria de todas esas cosas que le importaban tales como qué es la justicia, qué es la belleza, qué es la virtud, qué es el bien, qué es un buen gobierno, etcétera, y cuyo conocimiento es importante para organizar cualquier proyecto de vida humana.

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Y ahí aparece Platón, el más importante de los discípulos de Sócrates y uno de los más influyentes filósofos de todos los tiempos (ya ves, antes un influencer era otra cosa). Platón considera que Sócrates no encuentra tal conocimiento de lo universal porque no busca en el lugar adecuado.
Lo universal no puede ser alcanzado a través del conocimiento sensorial, del conocimiento obtenido a través de los sentidos. Pues todo lo que captamos a través de los sentidos es singular. A través de los sentidos no captaremos la «justicia», sino un acto concreto que consideramos que es justo.
Pero entonces nos encontramos con algo sorprendente: a través de los sentidos no podemos conocer la «justicia», sino un acto justo. Pero, para poder decir que algo concreto es justo, tiene que existir algo que sea la «justicia».
Pongamos otro ejemplo menos complicado. Para poder decir de una determinada figura dibujada en un papel que es un «triángulo» tiene que existir algo que sea la «triangularidad». Si no existiese algo que fuese la triangularidad no podríamos decir de nada que es un triángulo.
Pero la triangularidad es independiente de todo triángulo concreto. Es lo que determina que un triángulo sea un triángulo pero es independiente de todo triángulo concreto. La prueba de que la triangularidad es independiente de todo triángulo es que podemos borrar el triángulo dibujado antes en el papel y a la triangularidad no le pasaría nada. Es más, podemos borrar o destruir todo cuanto triangulo encontremos dibujado o recortado en un papel o en madera o en cualquier material y a la triangularidad seguiría sin pasarle nada.
Esto quiere decir, piensa Platón, que los universales existen con independencia del mundo físico, del mundo material, que captamos a través de los sentidos. Los universales tienen su tipo de realidad, una realidad no material, sino formal. Son puras formas o ideas.
Tales universales pueden ser conocidos por nosotros, piensa Platón, porque en nosotros hay algo de naturaleza no física, no material, que es el alma. Y en el alma existe un órgano, el nous (= entendimiento, inteligencia) que tiene la capacidad de captar tales universales. Al proceso por el que el nous (entendimiento) capta los universales le denominó Platón noesis (intuición).
Platón dice que así como el cuerpo tiene un órgano, la vista, a través del cual puede captar imágenes, el alma tiene un órgano, el entendimiento, a través del cual puede captar universales.

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La teoría platónica de las ideas o formas parecía solucionar el problema de los universales y del conocimiento de lo universal: los universales existen, tienen realidad en sí mismos, aunque una realidad formal, ideal, no material. Y podemos conocer los universales porque tenemos un órgano, el nous (entendimiento) hecho para eso, para captar universales. Una vez captados esos universales queda el recuerdo en nuestra memoria de tales universales (a ese recuerdo es a lo que nosotros, no Platón, llamamos concepto).
Pero, con el tiempo, Platón y sus discípulos empiezan a encontrar problemas a esta teoría. Problemas como el siguiente:
Tomemos como ejemplo el universal «triangularidad». La «triangularidad», como ya hemos visto, existe con independencia de los triángulos concretos. Tiene su propio tipo de realidad. Una realidad formal, ideal, no material.
Bien, se podría decir que la «triangularidad» es una cosa ideal. Pero es «una sola» cosa. Si hubiese muchas «triangularidad» cada una sería un individuo, ya no sería un universal, y habría que explicar de dónde sacamos lo universal.
Pero si la «triangularidad» es una sola cosa, ¿cómo puede estar la «triangularidad» en cada uno de los múltiples triángulos concretos?
Ese y otros problemas similares llevaron a Aristóteles -el discípulo más importante de Platón, y otro de los filósofos más influyentes de la historia-, a dar otra solución al problema de los universales y del conocimiento de lo universal.
Los universales existen, sostiene Aristóteles, pero no están separados de las cosas concretas, de las cosas físicas, materiales. No constituyen un tipo de realidad independiente del mundo físico.
¿Qué son entonces los universales?
Según Aristóteles vienen a ser algo así como principios organizadores de la materia. De ese modo se puede explicar cómo un universal, siendo uno, esté en múltiples cosas. La explicación es fácil, un mismo principio organizador organiza un trozo de materia, y otro, y otro, etc.
Así, el universal «caballidad», sería un determinado principio organizador que se repite en cada uno de los caballos materiales. Es decir, allí donde un trozo de materia está organizada por el principio organizador «caballidad», tenemos un caballo concreto.
Como a las cosas individuales y concretas Aristóteles les denomina sustancias, al principio organizador -es decir, a eso que organiza la sustancia, que le da orden, forma- le denomina forma sustancial.
Tenemos, entonces, que existen universales en la realidad, que son las formas sustanciales. Pero, si es así, el conocimiento de lo universal tendrá que consistir en el conocimiento de tales formas sustanciales.
¿Cómo se produce tal conocimiento?
Aristóteles sostiene, como su maestro Platón, que los seres humanos poseemos un órgano, el entendimiento, hecho para conocer lo universal.
Este conocimiento de lo universal se produce así: el entendimiento tiene la capacidad de adoptar cualquier forma sustancial. Ante la presencia de una imagen (que, como toda imagen, será singular), la imagen de un caballo, por ejemplo, el entendimiento reproduce en sí la forma sustancial caballo. La forma sustancial caballo pasa, así, al entendimiento, separada de la materia.
El proceso es parecido, dice Aristóteles, a lo que sucede cuando imprimimos una marca en la cera -un sello-, con un troquel o cuño. La figura del troquel pasa a la cera separada de la materia (pues el troquel sigue entero en su sitio, con su materia y su figura). El caballo concreto sería como el troquel, y el entendimiento como la cera.
A esas formas sustanciales en el entendimiento es a lo que nosotros (que no Aristóteles) llamaríamos conceptos.
Pues bien, a esa capacidad de sacar el universal de la imagen (de pensar lo universal separado de lo singular en donde se realiza), se le denominó abstracción.
Con lo que, de momento, tenemos dos explicaciones alternativas de cómo podemos captar lo universal. Según Platón mediante una intuición (captación directa de lo universal por el entendimiento). Según Aristóteles mediante una abstracción (un proceso mediante el cual se saca lo universal de lo particular).
(En realidad, tanto la explicación de Platón, como, especialmente, la de Aristóteles, son más complejas y confusas de lo que hemos expuesto aquí, pero, de momento, podemos conformarnos con lo dicho).

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Entre finales del siglo IV y la primera mitad del V, cuando el Imperio Romano de Occidente estaba en proceso de liquidación, vive Agustín, nacido en la ciudad norteafricana de Hipona.
Agustín de Hipona, o san Agustín, que es como se le conocerá posteriormente, desarrolla el primer sistema filosófico cristiano con importancia histórica.
Agustín trata de darle un fundamento racional al cristianismo. Para ello recurre a ciertas tesis procedentes de Platón, construyendo así un sistema filosófico cristiano de base platónica.
Así, Agustín acepta, siguiendo a Platón, la existencia de un mundo de «ideas» o «formas». Pero sitúa tal mundo de «ideas» o «formas» en la mente de Dios. La mente de Dios estaría constituida por ese mundo inteligible del que hablaba Platón.
Agustín sostiene también que Dios crea el mundo material tomando como modelo a tales «ideas» que constituyen su mente. Por eso a tales «ideas» se les denominará «ideas ejemplares», porque son los modelos o ejemplos que usa Dios para crear el mundo.
Agustín sostiene que los seres humanos pueden conocer tales universales por «iluminación divina» (no simple intuición, ni abstracción, sino mediante un proceso en el que Dios interviene: iluminación divina).

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En el siglo XIII vive Tomás de Aquino, que desarrolla un sistema filosófico-teológico que se convertirá en la alternativa, en el mundo cristiano de occidente, al pensamiento agustiniano.
Tomás de Aquino construye ese sistema filosófico tomando como base el aristotélico, pero asumiendo también elementos procedentes de la filosofía agustiniana.
Así, Tomás de Aquino acepta la existencia de universales en la mente de Dios, las «ideas ejemplares». Pero sostiene que cuando Dios crea el mundo plasma tales universales en la materia, tales universales plasmados en la materia son las formas sustanciales aristotélicas.
De modo que, para Tomás, existen universales en la mente de Dios (ideas ejemplares) y universales en el mundo (las formas sustanciales).
Y, de modo similar a Aristóteles, sostiene que los seres humanos tenemos un órgano o facultad, que nos permite conocer lo universal: el entendimiento.
El entendimiento es doble, consiste en una doble capacidad:
(1) Por un lado consiste en la capacidad de ser cualquier forma sustancial (a esa capacidad le denomina entendimiento paciente).
(2) Por otro es una capacidad que permite operar sobre las imágenes de las cosas guardadas en la memoria, y eliminar de estas imágenes lo que las particulariza, quedándose con lo que en ellas hay de universal, que es la forma sustancial. A esta capacidad le denomina entendimiento agente. Y a ese proceso llevado a cabo por el entendimiento agente se le denomina abstracción.
De ese modo, el entendimiento humano, que tiene en potencia la capacidad de adoptar cualquier forma sustancial, pasa a adoptar una forma sustancial determinada en acto. A ese forma sustancial en el entendimiento, separada de la materia, le denomina Tomás de Aquino verbum mentis (= palabra mental, lo que nosotros llamamos concepto).

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Hemos visto como la existencia de realidades universales viene siendo defendida al menos desde Platón.
Pero, desde inicios de la Baja Edad Media la existencia de tales realidades comienza a ser cuestionada. Finalmente, en el siglo XIV, Guillermo de Ockham hará una crítica sistemática de la existencia de tales realidades, crítica que hará que, finalmente, acaben siendo abandonadas.
(Como nota curiosa cabe señalar que Guillermo de Ockham es el teólogo y filósofo en el que se basó Umberto Eco para crear el personaje de Guillermo de Baskerville, protagonista de la célebre novela -de la que hay película- titulada El nombre de la rosa).
Lo que rechaza Ockham es la existencia de universales fuera de la mente humana. Así: (1) Niega que haya universales que tengan realidad en sí mismos, como las «ideas» platónicas. (2) Niega la existencia de universales en la mente de Dios, las «ideas ejemplares» de San Agustín. (3) Finalmente, niega la existencia de universales organizando la materia, las «formas sustanciales» aristotélicas.
Niega la existencia de las «ideas» platónicas porque como pensador cristiano no puede aceptar la existencia de realidades eternas existentes en sí mismas. Sería tanto como aceptar que hay entidades tan reales como Dios pero no creadas por Dios.
Niega la existencia de «ideas ejemplares» en la mente de Dios porque, de existir tales ideas, Dios no sería libre de crear el mundo que le da la gana. Solo podría crear un mundo acorde con esos modelos. Pero eso iría contra la libertad y omnipotencia divina.
Niega la existencia de formas sustanciales porque piensa que son innecesarias. Dios crea directamente los individuos, uno a uno. No necesita crear unas formas sustanciales para organizar con ellas a los individuos. (Y Ockham defiende el principio de que «no hay que multiplicar los entes sin necesidad». Es decir, la explicación que necesita de menos cosas es la buena. Este principio se conocerá posteriormente como «navaja de Ockham»).
Bien, tenemos que Ockham rechaza la existencia de universales en la realidad. Pero, entonces, ¿de dónde salen los conceptos? Porque ya hemos visto que para pensar es inevitable emplear términos universales («perro», «hombre», «instituto», «barrio», etcétera).
Ockham sostiene que solo podemos conocer cosas singulares, individuos, (Trasto, Brioso, Abelardo); y que a tales individuos los conocemos en una intuición empírica, en una experiencia (que, como tal, será siempre singular). Pe­ro conforme ese conocimien­to de los indivi­duos se vuelve confuso surgen las nociones que pue­den en­glo­bar a varios individuos.
Así, la noción de //hombre// sur­­ge cuando conocemos a los individuos de modo lo suficientemente confuso co­mo para que pue­da tratarse de cualquier hombre. (Por ejemplo, conocemos de mo­do perfecto, claro, a Pedro, y a Juan, pero si el cono­ci­mien­to de estos indi­vi­­duos se vuelve suficiente confuso no dis­tin­guiremos a Pedro de Juan ‑aun­que sí a am­bos de un perro‑, y entonces hablamos de «hom­bres»).
¿Y cómo surgen tales nociones, tales conceptos?
Los conceptos (//hombre//, //perro//, etc.) surgen, según Ockham, de modo espontáneo en el alma ante la presencia de las cosas. El concepto es un signo elaborado espontáneamente por el alma ante la presencia de las cosas.
El concepto es, por ello, un signo natural (del mismo modo que el humo es un signo natural del fuego, o el gemido un signo natural del dolor). Como signo natural que es no se puede cambiar a voluntad.
Así, el concepto //cinco// significa naturalmente una cierta cantidad (que coincide, por ejemplo, con el número de dedos de una mano sana) y no puede ser cambiado a voluntad, aunque sí las palabras habladas o escritas que empleamos para representar a los conceptos.
De ese modo tenemos signos naturales (los conceptos), y signos convencionales (las palabras habladas y escritas).
Como ejemplo, tenemos el concepto //cinco//, que puede ser representado por la palabra hablada «cinco», que es convencional, pues otras lenguas emplean otras palabras (tales como «fünf», «five» o «cinque») para designar el mismo concepto.
Pero la palabra hablada castellana «cinco», puede ser expresada, a su vez, mediante el signo escrito cinco, o mediante 5, o V).
Para Ockham los universales son, por lo tanto, solamente nombres que damos a grupos de cosas. De ahí que la postura de Ockham sea conocida como nominalismo.
(Para ser precisos, los universales no son ni siquiera nombres, porque todo nombre, escrito o hablado, es singular -es el conjunto de sonidos modulados por mi boca y mi garganta, o el conjunto de grafemas que trazo en un papel-, los universales son los significados de los nombres, los conceptos).

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Repasando un poco lo dicho hasta ahora -y este repaso es necesario porque estamos en la antesala de grandes cambios, de una auténtica revolución-, tenemos que, para el pensamiento antiguo y medieval el entendimiento es una fa­cul­tad mediante la cual conocemos los universales.
(Universales que tienen una realidad extramental, ya sea una realidad «en sí mismos», como sostenía Platón, una realidad como «principios organizadores de la materia», como sostenía Aristóteles, o una realidad «en la mente de Dios», como sostenía Agustín de Hipona).
Así para Platón, el entendi­mien­to, es la parte su­pe­rior del alma que conoce las «ideas». Para Aris­tó­te­les, el entendimiento es la parte superior del alma que tiene la capacidad de co­­nocer las «formas sus­tanciales». Para Agustín de Hipona el entendimiento sería también una capacidad del alma que nos permite conocer las ideas en Dios, las «ideas ejemplares». Tomás de Aquino sigue, más o menos, a sus antecesores en este tema.
Pero llega Ockham y liquida la existencia de universales fuera de la mente humana. Los únicos universales que hay son los conceptos generados espontáneamente por el alma en presencia de las cosas.
Pues bien, la filosofía y la ciencia renacentistas seguirán en esta línea, pero irán un paso más allá. Primero Nicolás de Cusa, un filósofo y teólogo alemán del siglo XV, y luego científicos renacentistas como Kepler y Galileo, sostendrán que el entendimiento tiene la capacidad espontánea de generar conceptos e hipótesis matemáticos.
Y, sobre esos conceptos e hipótesis, se construirá el conocimiento, la ciencia. Esta idea da origen a la llamada Revolución científica del Renacimiento, con la que nace una «ciencia nueva», una nueva manera de entender la ciencia.
Esta ciencia nueva parte de que el entendimiento opera matemáticamente. Razonar y hacer matemáticas vienen a ser -para la ciencia y la filosófica que nacen ahora-, lo mismo. Por ello, si aceptamos que el mundo pueda ser explicado científicamente hay que suponer que el mundo tiene una estructura matemática. Las matemáticas determinan por lo tanto lo que es «racional», que es lo mismo que decir que determinan lo que es «posible». (De lo contrario tendríamos que admitir que el mundo es irracional).
Pero no todo lo posible es real. Por eso la ciencia tiene que operar de la siguiente manera: (1) Construye hipótesis -que son explicaciones provisionales- matemáticas. (2) Desarrolla experimentos, que son experiencias controladas para verificar una hipótesis. (3) Si el experimento avala la hipótesis esta se convierte en una ley o teoría, con la que queda explicado un tipo de fenómenos.

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Descartes viven en el siglo XVII, cuando ya se ha producido la denominada Revolución científica, que rompe con el modo de entender la ciencia propio del mundo antiguo y medieval. La ciencia nueva se caracteriza por la matematización y la experimentación.
Pues bien, Descartes comienza su reflexión intentando darle un fundamento a esta nueva concepción de la ciencia. Encontrar un fundamento para la ciencia consiste, según Descartes, en encontrar un principio incuestionable, absolutamente seguro, absolutamente cierto, a partir del cual podamos construir todo el saber.
Esto lleva a Descartes, entre otras cosas, a analizar cómo funciona la capacidad humana de pensar. Lo primero que cree descubrir es que pensar es manejar ideas. O, dicho de otro modo, las ideas son los contenidos del pensamiento.
Pero, analizando estas ideas, Descartes constata que algunas proceden de los sentidos. Todas las ideas que vayan asociadas a colores, olores, texturas, sabores, etc., o bien asociadas a algún tipo de pasión o emoción, proceden de los sentidos.
Pero hay ideas que construye el entendimiento por sí mismo, con total independencia de la información obtenida por los sentidos.
Ahora bien, si el entendimiento prescinde de la información que obtenemos de los sentidos -es decir, de todo lo que pueda ira asociado a un color, un olor, etc.- ¿con qué tipo de datos puede trabajar el entendimiento?
Pues con aquellos que no vayan asociados a cualidades, es decir, con cantidades.
Dicho de otro modo, cuando el entendimiento opera el solo, prescindiendo de los sentidos, produce matemáticas.
A estas ideas producidas por el entendimiento solo les denomina Descartes ideas innatas o conceptos.
Les denomina ideas innatas porque no nacen, no proceden, de fuera del entendimiento, de la experiencia, sino que surgen del propio entendimiento. Le denomina conceptos porque son concebidas por el entendimiento.
Esos conceptos producidos por el entendimiento tienen tres características:
(1) Son ciertos, incuestionables, porque siguen las propias reglas de funcionamiento del entendimiento.
(2) Dado que el entendimiento es común a todos los seres humanos, tales conceptos son universales en el sentido de válidos e iguales para todo el mundo.
(3) Tales conceptos describen correctamente el mundo, lo que hay de objetivo en el mundo, que es aquello que se puede reducir a cantidades, aquello que es extenso.

3. Apariencia y realidad

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El «velo de maya»
Uno de los temas que aparecen recurrentemente en la reflexión filosófica -y, directa o indirectamente, también en la científica- es el de la contraposición entre apariencia y realidad.
Esa contraposición entre apariencia y realidad forma parte de la cosmovisión trasmitida por el hinduismo, una de las religiones más antiguas de la humanidad. El hinduismo habla del «velo de maya», que tiene interesantes implicaciones filosóficas.
Maya es un término, procedente del sánscrito, que significa medida, pero suele entenderse también como ilusión.
El velo de maya es el velo de la medida, o velo de la ilusión, que oculta a nuestros ojos la percepción de la realidad tal cual es. Nosotros nos enfrentamos con la realidad a partir de nuestros deseos o necesidades, ordenándola, calificándola (como buena o mala, justa o injusta, útil o inútil, etc.). Es decir, sometemos a la realidad a nuestra medida, pero con ello creamos una realidad ilusoria que oculta, que vela, la realidad que está detrás.

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Parménides descubre el ser
Con la aparición del modo de pensar filosófico (en el mundo griego del siglo VI a.C.), el problema de la contraposición apariencia y realidad adquiere nuevas formulaciones.
Casi recién estrenada la filosofía aparece en escena Parménides de Elea. Parménides construye un relato que pretende mostrar el orden del todo. Cosa que no constituye una novedad, pues eso es lo que trata de hacer la filosofía desde su origen, describir la totalidad. A este todo ordenado los primeros filósofos le llaman physis (término griego que se suele traducir por «naturaleza»). Y para mostrar el orden del todo, esto  es, para describir la physis, comenzaremos por lo más inmediato, las cosas tal como se nos aparecen.
¿Que encontramos delante de nosotros, ante nuestros ojos? Pues encontramos un mundo que es múltiple y cambiante. Ante nuestros ojos encontramos tierra, fuego, agua, humedad, sequedad, frío, calor; encontramos montañas y llanuras, animales y vegetales, dioses y hombres, etc. Es decir, una multiplicidad de cosas, que a su vez, también son múltiples (pues están compuestas de partes, que están compuestas de partes, etc.).
Lo segundo que constatamos es que estas cosas que aparecen ante nuestros ojos están continuamente cambiando: la lluvia deja paso al sol, que deja paso de nuevo a la lluvia; la semilla deja paso al árbol que deja paso a nuevas semillas; el niño que nace hoy, llega a ser el adulto mañana y fallecerá pasado mañana; los pequeños pueblos devienen grandes imperios, que luego se derrumban; lo que construimos hoy, serán ruinas algún día; etc.
Pero hay un tipo de cambio que es imposible; que es, incluso, impensable: que lo que «es» se vuelva «nada», o que de la nada salga algo que es. Dicho de otro modo: no es posible el paso de ser a nada ni de nada a ser; por lo tanto, si todo están continuamente cambiando, pero no puede diluirse en la nada, es que hay algo que permanece tras esos cambios.
¿Y que puede ser ese algo? Desde luego no puede ser ninguna de las cosas concretas que vemos; porque estás cambian, se desvanecen, para dar lugar a otras (es decir, no puede ser la lluvia porque esta da paso al sol, etc.). Luego, lo que permanece no será nada determinado si no lo común a todo. ¿Y qué es lo común a todo? ¿Qué es lo común a las plantas, la lluvia, el sol, los astros, la tierra, el fuego, etc.? Pues que son: lo común a todo es el ser. (El viento «es» viento, la lluvia «es» lluvia, un vegetal «es» un vegetal, un imperio «es» un imperio, etc.).
De modo que, partiendo del mundo tal como se aparece ante nuestros ojos hemos llegado a «descubrir» el ser. Partiendo del mundo múltiple y cambiante hemos llegado a «desvelar» (pues hemos quitado el velo que lo velaba, que lo ocultaba) el ser.
Por cierto, en griego desocultar, desvelar, se dice alétheia (palabra que se suele traducir al castellano como «verdad»). Por eso, al proceso que nos lleva desde el mundo múltiple y cambiante hasta el ser, le denomina Parménides «vía de la alétheia» (es decir, vía de la verdad).
Y, una vez descubierto el ser ¿qué podemos decir acerca de él? Pues podemos decir que es eterno, que es uno, que es simple, que es inmutable y que es limitado.
Decimos que es eterno porque no puede nacer ni perecer. Para nacer tendría que nacer del ser (con lo que tenemos lo que ya teníamos, no surgiría nada nuevo) o del no-ser. Pero del no-ser no puede salir nada. Luego, si hay ser es que lo ha habido siempre. El ser tampoco puede morir porque para eso tendría que convertirse en no-ser. Pero ya hemos dicho que eso es imposible. Luego, si hay ser seguirá habiéndolo eternamente.
Con razones similares podemos demostrar que el ser es uno, es simple y es inmutable. Ahora bien, ¿por qué es limitado? ¿Qué lo limita?
Los griegos de la época de Parménides pensaban que todo lo que es algo lo es determinándose frente a otra cosa, substrayéndose a otra cosa. Así, lo caliente es caliente determinándose frente a lo frío, substrayéndose a lo frío; lo húmedo llega a ser húmedo determinándose frente a lo seco, substrayéndose a lo seco; etc.
Del mismo modo, para que el ser sea algo, para que pueda ser pensado, tenemos que determinarlo frente a otra cosa, pensarlo frente a otra cosa. Es decir, el ser tiene que limitar con otra cosa, tiene, por eso, que ser limitado.
¿Y qué limita al ser? Ciertamente, no el no-ser; porque el no-ser no lo hay. ¿Entonces qué limita al ser? Pues el mundo tal como se nos aparece en nuestra vida cotidiana; el mundo múltiple y cambiante que aparece ante nuestros ojos.
Al conocimiento del mundo tal como se nos aparece en la vida cotidiana le denomina Parménides vía de la opinión. Pues es la vía que nos muestra lo que las cosas «parecen» ser, las cosas tal como «aparecen» aquí y ahora ante nosotros.
Tenemos, entonces, que hay una doble vía de acceso al conocimiento: la vía de la opinión (que nos muestra el mundo tal como se aparece ante nuestros ojos, como una realidad múltiple y cambiante) y la vía de la verdad (que nos desvela el substrato que siempre está detrás de todo cambio, el sustrato que le da consistencia al mundo: el ser).
Una vez descubierto el ser estamos ante la percepción correcta del mundo.
¡Ojo!, la percepción correcta no es la que se queda con el ser, y deja de lado el mundo tal como aparece en nuestros ojos. La percepción correcta del mundo no es la que se queda en la «vía de la verdad» y deja de lado la «vía de la opinión». La percepción correcta del mundo es la que se mantiene en las dos vías, y descubre que ambas se determinan mutuamente.

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Y en esto llega Zenón, y la lía
Zenón de Elea es un discípulo de Parménides, que hace una peculiar interpretación de la obra de su maestro. Entiende Zenón que lo que su maestro quiere decir es que el mundo tal como se aparece ante nuestros ojos (el mundo múltiple y cambiante, el mundo del que trata la vía de la opinión), no es auténticamente real, sino una realidad aparente. Es una mera apariencia.
Y así surge, en el seno de la filosofía, algo parecido al velo de maya del pensamiento hindú. Surge la contraposición entre mundo aparente (el mundo tal como se aparece en nuestra vida cotidiana, que captamos a través de los sentidos) y mundo real (el ser, que captamos a través de la razón).
Para defender esta tesis, Zenón elabora una serie de argumentos paradójicos que pretenden demostrar que lo múltiple y cambiante no puede ser tratado racionalmente. Pues si intentamos hacerlo aparecen esas paradojas. (La más célebre de estas paradojas es la de Aquiles y la tortuga). Lo único que puede ser tratado racionalmente es lo simple e inmutable, es decir, el ser. Pero esto llevará a Zenón a concluir que el mundo captado a través de los sentidos, por no ser racional, no es auténticamente real, es un mundo aparente.

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Los sofistas y Sócrates
Zenón crea un auténtico problema al pensamiento. Porque si aceptamos que el mundo, tal como se presenta ante nuestros ojos, no puede ser tratado racionalmente, y que solo se puede hablar racionalmente acerca del ser, entonces la filosofía sirve para bien poca cosa: para hablar del ser. ¿Y qué se puede decir acerca del ser? Pues que es eterno, uno, simple, inmutable y limitado. Y ya.
Por eso después de Zenón aparecen diversos planteamientos filosóficos que tratan de superar esta situación, o convivir con ella (atomistas, sofistas, etc.). Pero el que se impondrá históricamente es el proyecto iniciado por Sócrates y llevado a su plenitud por Platón.
Los sofistas sostienen que no se puede demostrar que exista algo así como el ser, que lo único que hay es lo que aparece ante nuestros ojos, el mundo múltiple y cambiante. Pero están de acuerdo con Zenón en que este mundo no se puede describir racionalmente, que acerca de él solo se puede opinar. Es decir, no hay modo de acceder a la verdad, solo hay opiniones. Aunque, eso sí, hay opiniones mejores que otras. ¿Y cuáles son mejores? Pues la que triunfan, las que convencen a la gente, las que se imponen. Por eso se dedican a enseñar a sus discípulos cómo hacer triunfar sus opiniones, y por eso enseñan retórica, oratoria, erística (el arte de discutir), etc.
Sócrates rompe con el modo de entender el conocimiento de la filosofía anterior (los denominados presocráticos o físicos). Los filósofos presocráticos, entre los que nos encontramos con Parménides y Zenón, creen que conocer es mostrar el orden del todo, y para ello tratan de buscar el principio (arkhé) que está detrás del mundo tal como se aparece ante nuestros ojos. Sócrates, al igual que los sofistas, no cree que se pueda demostrar la existencia del ser, ni de ningún principio u origen a partir del cual pueda explicarse la totalidad de las cosas que vemos. Pero cree que la posición de los sofistas es muy peligrosa. Pues si no existe la verdad, si todo es opinión, estamos invitando a un tirano a que nos gobierne. Pues, si no hay más que opiniones, pero, eso sí, unas son mejores que las otras, y las que mejores son las que triunfan, las que se imponen, entonces todo debate sobra. La mejor forma de imponer una opinión es con la espada en la mano.
Para evitar llegar a esta situación Sócrates cree que es necesario dar un fundamento a la verdad, al conocimiento. Pero, dado que el modo presocrático de entender la verdad condujo a un callejón sin salida, habrá que buscar el fundamento de la verdad y del conocimiento de otra manera.
Y así, Sócrates, va a sostener que conocer es conocer la esencia de algo, esencia que se muestra en una definición universal. Conocer es, por lo tanto, conocer lo universal. Así, por ejemplo, conocemos qué es la justicia si somos capaces de mostrar la esencia de lo justo. Es decir, si conseguimos determinar el conjunto de rasgos que hacen que algo sea justo. Y eso lo conseguiremos si podemos dar una definición universal de justicia.
Pero Sócrates no consiguió dar definiciones universales de las cosas que le interesaban (tales como la justicia, el bien, la virtud, el buen gobierno, etc.).

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Platón: el lio se consolida
Y ahí en donde entra en escena Platón, el discípulo aventajado de Sócrates. El primer filósofo del que se conservan obras completas escritas. Uno de los pensadores más influyentes de todos los tiempos (el influencer por excelencia).
Tras su contacto con los matemáticos pitagóricos Platón creyó encontrar la razón de que Sócrates no consiguiese dar definiciones universales de las cosas que le interesaban. El problema, desde el punto de vista de Platón, es que Sócrates no buscaba en el lugar adecuado. ¿Y cuál es el lugar adecuado en el que hay que buscar?
Platón cree descubrir que hay un mundo constituido de entidades formales, ideales, similar al mundo con el que tratan los matemáticos. Los matemáticos se desentienden de las realidades materiales y operan con ciertas entidades ideales, tales como triángulos, puntos, líneas, círculos, números, etc.
Pues bien, Platón sostiene que hay dos tipos de realidad: un mundo sensible, que captamos a través de los sentidos, y un mundo inteligible, que captamos a través del entendimiento.
El mundo sensible está formado por cosas individuales, pero compuestas de partes, que cambian permanentemente, que nacen y mueren (cosas tales como árboles, animales, personas, casas, montañas, etc.).
El mundo inteligible está compuesto por ideas o formas, que son inmutables, simples, universales y eternas (cosas tales como la idea de caballidad, de triangularidad, de unidad, de belleza, de bien, etc.). Tales ideas constituyen la esencia de las cosas del mundo sensible. Esto quiere decir que, por ejemplo, una conducta es justa porque se parece a la idea de justicia, una madera recortada es un triángulo porque se parece a la idea de triangularidad, algo es un caballo porque es una copia material de la idea de caballo, etc.
Dicho esto Platón sostiene que el mundo real, el mundo del que trata la razón, es el mundo simple, universal e inmutable de las ideas. Mientras que el mundo físico, el mundo sensible, es una apariencia de realidad, es una copia material de la auténtica realidad.
(En un fragmento de su libro República, conocido como «mito de la caverna», Platón narra de modo alegórico esta división entre mundo sensible y mundo inteligible, y los diversos niveles de conocimiento, desde la forma más baja de conocimiento, que es el conocimiento indirecto de las cosas del mundo físico, hasta la forma suprema de conocimiento, que es el conocimiento de la idea de bien, o de ser. En el punto 16, de la siguiente entrada tienes una exposición resumida y una explicación del mito de la caverna: http://elsennordelasideas.blogspot.com/2016/03/blog-post_78.html)

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Después de Platón
Esta idea de que hay una verdadera realidad y una realidad aparente, y de que el mundo material, que conocemos a través de los sentidos, es un mundo aparente, se contagia a toda la cultura occidental posterior a Platón, y llega hasta el pensamiento cristiano e islámico. Para el cristianismo, y para el islam, la verdadera realidad es la realidad espiritual, el mundo de Dios y las almas, destinadas a la salvación y a la contemplación de Dios. Mientras que el mundo corporal es un lugar de paso.

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Descartes: buscando una certeza
En el siglo XVII, Descartes vuelve a plantear el problema de la realidad y de la verdad con absoluta radicalidad.
Descartes somete a la prueba de la duda (duda metódica) todas las aparentes verdades obtenidas por nuestros distintos medios de información.
Comienza preguntándose si los conocimientos obtenidos a través de los sentidos son seguros, son realmente verdaderos. Concluye que no. Es obvio que hay ocasiones en las que los sentidos nos engañan (distorsiones visuales, alucinaciones, etc.). Luego, los sentidos no son fiables.
Se pregunta luego si lo que creemos realidad es real. Y concluye que no tenemos la seguridad absoluta de que lo sea. De hecho, a veces tenemos sueños muy intensos que parecen reales, y luego despertamos. ¿Acaso no podría ser nuestra vida entera un sueño prolongado? (Recordemos a Calderón de la Barca: La vida es sueño).
Finalmente nos queda otra fuente de información: el entendimiento, la razón. Pero si sacamos del entendimiento toda la información que obtenemos a través de los sentidos, de la que ya hemos dicho que no es fiable, ¿qué nos queda? (Es decir, si sacamos del entendimiento todo lo que tenga que ver con colores, olores, texturas, sabores, etc., ¿qué nos queda?). Pues nos queda aquella información de tipo cuantitativo, no cualitativo. Información elaborada por el entendimiento al margen de los sentidos, información de tipo matemático. ¿Son seguros, esto es, verdaderos, ciertos, los conocimientos de tipo matemático? Sometámoslos a la prueba de la duda. ¿Se puede dudar de las verdades matemáticas? En principio parece que no. Por mucho que forcemos la imaginación es imposible pensar contra las matemáticas. Es imposible imaginar una realidad donde dos más dos no sea igual a cuatro. Es imposible imaginar un triángulo con dos ángulos rectos, o un círculo cuadrado.
Luego, parece que ya hemos encontrado verdades absolutas, conocimiento verdadero, y, por lo tanto, un medio para diferenciar la realidad de la apariencia. El conocimiento matemático es seguro, las matemáticas nos dan una visión correcta de la realidad.
¿De verdad? ¿No cabe dudar de esto? Realmente, no podemos pensar contra las matemáticas pero ¿y si nuestro entendimiento nos engañase? ¿Y si funcionase mal? ¿Y si estuviese hecho por un dios malvado, un dios engañador?
En ese caso no podríamos pensar contra las matemáticas, pero estas no servirían para nada. Porque serían producto de un entendimiento que funciona mal.
Pese a todo, sí que tengo algo seguro. Tengo seguro que pienso, aunque mi pensamiento sea erróneo. Porque para someter a esta certeza a la duda tengo que pensar (dudar es un modo de pensar). Luego, tengo una certeza absoluta, pese a todo. Y es la siguiente: «Pienso, por lo tanto, existo».
Pero esto parece servir para bien poco. Si lo único que tengo seguro es que pienso, luego, existo, no parece que hay avanzado mucho en el problema del conocimiento y de la realidad.
Vamos, por lo tanto, a ver si encuentro en mi pensamiento algo que me permita avanzar. Pues bien, en mi pensamiento puedo encontrar la idea de un ser infinito, y, por lo tanto, perfecto, lo que las religiones teológicas denominan Dios. Pero, si encuentro la idea de un ser perfecto ¿quiere decir que ese ser existe? En principio parece que no. En mi pensamiento puedo encontrar la idea de un minotauro, o de un hobbit, y estoy convencido de que tales seres son fruto de la imaginación humana, no existen.
Pero la idea de un ser perfecto no es como cualquier otra idea, la idea de un ser perfecto conduce necesariamente a que tal ser no puede no existir. (Para ver cómo se llega a esta conclusión consultar el apartado 9, de la siguiente entrada: http://elsennordelasideas.blogspot.com/2016/03/blog-post_10.html).
Vale, hemos demostrado que existe un ser perfecto, que existe Dios. ¿Y ahora qué? Pues si existe Dios entonces ya no puedo pensar que mi entendimiento está mal hecho. Un ser perfecto no toleraría la existencia de un entendimiento mal hecho, de una entendimiento hecho para engañarse. Por lo tanto, ya no puedo dudar de que mi entendimiento funciona bien. De modo que cuando mi entendimiento hace matemáticas, no hay ninguna razón para pensar que las verdades matemáticas no describen correctamente el mundo.
Concluyendo: ya podemos diferenciar el conocimiento verdadero del que no lo es, la realidad verdadera de la apariencia. Para hacerlo tenemos que reducir lo que se aparece ante nosotros (lo empírico, el mundo conocido a través de la experiencia, de los sentidos) a matemáticas. Y ese mundo así descrito constituye la verdadera realidad. Pero esto, precisamente, es lo que pretende hacer la ciencia moderna a partir de Galileo (aunque otros ya se han adelantado en esta idea, como Domingo de Soto).

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Berkeley: la materia no es real
En el siglo XVIII, el filósofo de origen irlandés, George Berkeley, sostuvo que la realidad material no existe. Solo existen dos tipos de sustancias inmateriales: las almas y Dios. Lo que percibimos como mundo, como realidad física, no es más que el estímulo producido directamente por Dios sobre las almas humanas (Matrix antes de Matrix).

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Nietzsche: intentando deshacer el lío
Friedrich Nietzsche, un filósofo alemán que vive en la segunda mitad del siglo XIX, critica la división de la realidad en auténtica realidad y realidad aparente.
A esta división del mundo en mundo aparente (material, sensible) y mundo real (inteligible, supra sensible) le denomina Nietzsche concepción metafísica de la existencia. Nietzsche toma el término «metafísica» en su sentido literal: lo que está más allá de la física. Por lo tanto, la metafísica es la concepción del mundo que sostiene que hay una realidad más allá de la realidad física; y que considera que esta es la verdadera realidad.
Pues bien, Nietzsche sostiene que esta concepción metafísica de la realidad es fruto de hombres débiles; de hombres que son incapaces de enfrentarse con la realidad tal y como es, y crean un mundo ilusorio, imaginario, en el que sitúan la auténtica realidad, y la verdad.
Por el contrario, Nietzsche sostiene que la verdadera realidad es la realidad inmediata, material, terrenal. Para defender esta tesis crea un complejo sistema filosófico que no podemos explicar aquí.
(Si alguien está interesado en profundizar en ello esta entrada puede ayudarle: http://elsennordelasideas.blogspot.com/2016/03/blog-post_99.html, aunque quizá desborde la capacidad de comprensión de un alumno de primero de bachillerato).

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Pero crea otro lío
Friedrich Nietzsche es uno de los filósofos más interesantes de la historia, que nos lleva a pensar su época, e incluso la propia historia de la humanidad, con una radicalidad extrema. Pero vamos a centrarnos solo en una de sus aportaciones, sobre la cual se ha construido todo un conjunto de proyectos, que algunos llaman postmodernidad, y que es necesaria conocer para entender lo que hoy se denomina postverdad.
En una de sus primeras obras, titulada Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Nietzsche se pregunta si el ser humano busca la verdad, qué es la verdad, si es posible la verdad.
Sus conclusiones son que en la naturaleza lo que predomina es el afán de sobrevivir, y para sobrevivir es esencial el engaño, especialmente entre los animales débiles. Y, precisamente, el ser humano es un animal débil, que carece de instrumentos para defenderse (tales como garras, dientes afilados, cuernos), o para huir (tales como piernas veloces, alas), por lo que tiene que recurrir continuamente a la astucia y al engaño para sobrevivir.
Pero, como los seres humanos viven en comunidad con otros seres humanos, han tenido que adoptar una serie de convenciones para permitir esa convivencia. Y entre esas convenciones está el no mentir. El que miente es excluido, estigmatizado, no porque los hombres amen la verdad, sino porque la verdad facilita la convivencia.
El medio a través del cual llegamos a esas convenciones sociales es el lenguaje. De modo que, a continuación, Nietzsche se pregunta si el lenguaje es un instrumento válido para acceder a la verdad, al conocimiento.
El conocimiento tendría que consistir en mostrar cómo es la realidad «en sí misma». ¿Es tal cosa posible?
Veamos: el conocimiento comienza por ciertos estímulos nerviosos (la luz estimula la células de la retina, ciertos partículas químicas estimulan los órganos olfativos, las ondas sonoras estimulan las células nerviosas del oído, etc.). Luego, esos estímulos se convierten en una imagen en mi mente (la imagen de un árbol, de una hoja, la imagen del olor a rancio, de un sonido, etc.). A continuación convertimos esa imagen en una palabra, le damos un nombre: «árbol», «hoja», «rancio», «nota musical»; un nombre que es arbitrario, pues podríamos haberle dado cualquier otro. Finalmente convertimos esas palabras en conceptos abstractos: la palabra «hoja», creada para denominar a una cosa concreta, vale para un número indeterminado de hojas, pese a que sean muy distintas entre sí.
A lo largo de todo este proceso no nos hemos acercado a la realidad en sí, sino que se trata de una serie de interpretaciones que vamos haciendo de los datos.
En conclusión, los seres humanos no buscamos la verdad, sino las ventajas que tiene la verdad para vivir; y tampoco es posible la verdad, lo que llamamos verdad son una serie de imágenes y metáforas creadas por nuestra manera de estar en el mundo, por nuestros intereses. Dicho de otro modo, lo que llamamos verdad no es más que la interpretación del mundo que hacemos los humanos en un determinado momento.

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Apariencia y realidad en la ciencia
En la ciencia también es frecuente mantener esta contraposición entre apariencia y realidad, heredada de la filosofía antigua. En ese caso se suele considerar que el mundo de la experiencia cotidiana (tal como nos la trasmiten los sentidos) no es la verdadera realidad, es una realidad aparente; mientras que la ciencia (con apoyo en la razón) nos permitiría acceder a la verdadera realidad.
Así, por ejemplo, la experiencia cotidiana nos muestra que el Sol sale por el este, gira sobre la Tierra y se mete por el oeste. Pero la ciencia, apoyada en la experiencia y en los cálculos racionales, nos permite descubrir que «en realidad» es la Tierra la que gira alrededor del Sol.
Un ejemplo clásico de esa contraposición, entre la aparente realidad que nos presenta la experiencia cotidiana y la verdadera realidad que nos muestra la ciencia, aparece en este texto del científico británico Arthur S. Eddington:
«Me he sentado a la tarea de escribir estas conferencias y he acercado mis sillas a mis dos mesas. ¡Dos mesas! Sí: hay duplicados de cada objeto a mi alrededor -dos mesas, dos sillas, dos bolígrafos. [...]
Estoy familiarizado con una de ellas desde la infancia. Es un objeto común de ese medio que yo llamo mundo. ¿Cómo lo describiré? Tiene extensión; es en cierto modo permanente; está coloreada; pero, sobre todo, es sustancial. Por sustancial no me refiero simplemente a que no se derrumbe cuando me apoyo sobre ella; quiero decir que está constituida de "sustancia" y con esa palabra estoy tratando de trasmitirle cierta idea de su naturaleza intrínseca. Es una cosa; no como el espacio, que es una negación; no como el tiempo, que es ¡Dios sabe qué! [...]
La mesa número dos es mi mesa científica. La he conocido más recientemente y no me siento tan familiarizado con ella. No pertenece al mundo antes mencionado [...]. Forma parte de un mundo que ha recabado mi atención de manera indirecta. Mi mesa científica es casi enteramente vacío. Esparcidas en ese vacío hay numerosas cargas eléctricas que se precipitan a gran velocidad; pero su volumen combinado asciende a menos de una milmillonésima parte del grueso de la mesa en sí. [...]
No hay nada sustancial en mi segunda mesa. Es casi toda espacio vacío; impregnado, es cierto, por campos de fuerza, pero estos responden a la categoría de "influencias", y no de "cosas"».
A. S. Eddington: The nature of the physical world, págs. ix-xii. The MacMillan Company. New York, 1929.

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Superando la contraposición: la vuelta a los presocráticos
¿Debemos, entonces, renegar de la experiencia cotidiana dado que nos muestra una «apariencia» de realidad, no la «auténtica» realidad?
La respuesta a esta pregunta ya la han dado, en cierto modo, los filósofos presocráticos. Toda reflexión comienza a partir de nuestra experiencia cotidiana. El intento de explicar esa experiencia cotidiana es lo que nos lleva a la reflexión (filosófica, científica) que nos muestra lo que hay «detrás» de esa experiencia. (Que nos muestra lo que los presocráticos denominaban «arkhé» = principio, origen). Una vez descubierto lo que hay «detrás», se trata de volver y explicar a partir de eso por  qué nuestra experiencia cotidiana es como es.
El camino es de ida y vuelta: desde lo inmediato hasta sus fundamentos, y desde estos volver a explicar lo inmediato.
Así, por ejemplo, ante la percepción de una mesa verde podemos preguntarnos por qué percibimos tal cosa, y por qué la percibimos como verde, y si es verde en realidad o el verde es una apariencia. Tras esta reflexión podemos llegar a descubrir que percibimos los colores porque hay luz, que la luz es una forma de radiación electromagnética, que esa radicación rebota sobre la superficie de la mesa, de la que sale reflejado cierto espectro electromagnético y no otro, que ese espectro impacta sobre las células fotorreceptoras del ojo humano, que esto produce un determinado estímulo electroquímico, que se trasmite a cierta área del cerebro a través del nervio óptico y que el cerebro interpreta (se representa) esa estimulación como verde.

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La posverdad
Desde hace unos años se ha puesto de moda, sobre todo en el ámbito político, hablar de posverdad. Posverdad no significa lo mismo que mentira, ni es la vieja mentira disfrazada con otro nombre, como pudiera parecer desde una concepción simplista.
Para que se puede hablar de posverdad ha tenido que triunfar previamente la idea de que no existe, propiamente hablando, la verdad. Si nos convencemos de eso, ya no tiene sentido afearle a uno lo que dice porque no sea verdad, porque sea mentira, dado que la verdad no existe.
La idea de que no existe la verdad, de que todo es una interpretación, fue defendida, como ya vimos, por Nietzsche en su obra juvenil Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Posteriormente, sobre todo a partir de la llamada filosofía posmoderna, fue frecuente sostener que la verdad es una construcción del poder. (Idea que ya aparece en otras obras de Nietzsche).
Si la verdad es una construcción del poder entonces yo también tengo derecho a «empoderarme» y a mi propia verdad. ¿Y cuál es mi propia verdad? Pues aquella con la que me siento bien. (La verdad se convierte en una cosa emocional).
A modo de ejemplos: si soy de derechas y me cuentan cualquier barrabasada de los líderes de Podemos o el PSOE -no discutiremos aquí las adscripciones tradicionales en derecha e izquierda-, me siento bien creyéndola; luego, tengo derecho a creerla; luego esa es mi verdad. Si soy de izquierdas y me cuentan cualquier barrabasada de líderes del PP o de VOX, me siento bien creyéndola; luego, tengo derecho a creerla; luego es mi verdad. Si soy independentista catalán me siento bien creyendo cualquier cosa que rebaje o denigre a España y lo español; luego, tengo derecho a creerla. (Un ejemplo delirante de esto son las interpretaciones del Institut Nova Història, asumidas y alabadas por líderes del nacionalismo catalán y muchos de sus seguidores). Etc.
Se puede ir un poco más allá y sostener por ejemplo, que tal líder (de izquierdas, de derechas, nacionalista catalán, unionista español, según las manías), no hizo tal cosa de la que se le acusa. Pero dado el tipo de personaje que es, doy por sentado, desde mi concepción ideológica, que podría haberla hecho; luego es como si la hubiese hecho; luego, tengo derecho a creer que la hizo o a juzgarlo como si la hubiese hecho.
En este enlace hay un vídeo con un intento de aclarar que es la posverdad que no está del todo mal: https://www.youtube.com/watch?v=bCHRVhVfHhg.

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Verdad y apariencia tras las nuevas tecnologías
El desarrollo actual de la tecnología, en especial de la tecnología informática, crea nuevos campos en los que la realidad y la apariencia pueden confundirse. Así:
(1) ¿Podremos llegar a crear máquinas que piensen como humanos o solo que imiten el pensamiento humano? ¿Cómo podríamos diferenciar entre ambas cosas?
(2) Los mundos recreados por ordenador ¿constituyen nuevas formas de realidad? ¿constituyen una apariencia de realidad?
(3) Hay escritores de ciencia ficción, pero también físicos, que sostienen que nuestro universo tiene la estructura de un mundo virtual ¿?
(4) Si no existe la verdad ¿todo es apariencia? ¿Todo es opinión? ¿Pero hay opiniones mejores que otras? ¿Y cuáles son las mejores, las que se imponen? ¿Todo es una cuestión de poder, como ya sospecharon los sofistas y Sócrates, y como defienden abiertamente Nietzsche y los posmodernos? ¿Estamos condenados a la posverdad?

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¿Pueden llegar a pensar las máquinas como humanos o solo a imitar el pensamiento humano? (Del Test de Turing a la habitación china)
¿Piensan las máquinas? ¿Pueden llegar a pensar? ¿Piensan o pueden llegar a pensar en el mismo sentido que piensan los humanos? ¿Pueden llegar a adquirir consciencia? Estas preguntas se las vienen planteando, desde hace ya bastantes años, los filósofos de la mente y los especialistas en inteligencia artificial. Pero el tema ha saltado a la calle y no es raro encontrarse noticias al respecto en los medios de comunicación generalistas.
En 1950, Alan Turing, matemático británico, especialista en computación, y otras muchas cosas, propuso un test que permitiría determinar si una máquina ha alcanzado el estadio en que puede pensar como un humano.
El test consistiría en lo siguiente. Metemos en una habitación a la máquina que queremos evaluar y a un humano. Ambos se comunicarían, a través de una pantalla de ordenador, con un humano que ejerce de juez, y que se encuentra fuera de la habitación. El juez tiene que plantear preguntas y tratar de sacar conclusiones a partir de las respuestas. Según Turing, habría que aceptar que la máquina piensa como un humano cuando el juez no fuese capaz de determinar si las respuestas que aparecen en la pantalla son proporcionadas por el humano o por la máquina.
Este test para determinar la posible inteligencia de las máquinas, o la capacidad de las máquinas para pensar, fue contestado por el filósofo norteamericano John Searle. Searle contrapuso al Test de Turing un experimento mental conocido como «la habitación china».
El experimento propuesto por Searle consistiría en lo siguiente. Supongamos que encerramos en una habitación al individuo X. La habitación tiene una ranura a través de la cual el individuo recibe preguntas en chino escritas en tarjetas prediseñadas y responde con otras tarjetas escritas en chino, también prediseñadas. Fuera de la habitación un juez tiene que determinar si X sabe chino a partir de las preguntas que le plantea en sus tarjetas y las respuestas que recibe. Supongamos, además, que X no tiene ni idea de chino, pero tiene un manual de instrucciones que él puede entender en el que se le explica a qué tarjeta tiene que dar salida en función de la tarjeta que entre.
Pues bien, si el manual de instrucciones es completo, y bien diseñado, el juez externo no podría distinguir si quien responde desde dentro tiene dominio del chino o no tiene ni idea de esa lengua.
Con este experimento mental Searle pretende demostrar que: (1) Los ordenadores pueden imitar el pensamiento (del mismo modo que X puede imitar a un hablante de chino) pero no piensan como humanos. El ordenador maneja relaciones entre símbolos (en realidad ni siquiera eso), pero que no tienen significado para él. (Al igual que X manejaba símbolos chinos que para él no significan nada). (2) El experimento de Turing no demostraría en absoluto que un ordenador piensa, solo que llegaría a imitar el pensamiento humano.
¿Y qué podemos concluir tras las reflexiones suscitadas por las propuestas de Turing y Searle?
Se nos ocurre que es obvio que hemos sido capaces de crear máquinas con programas que les permiten realizar cálculos cada vez más complejos y sofisticados, y a una velocidad que es inimaginable para el cerebro humano.
Y es evidente que hemos podido crear máquinas capaces de organizar y gestionar cierto tipo de procesos de manera más eficaz que lo que podría hacer un ser humano.
Pero también es evidente que, de momento al menos, tales máquinas han sido desarrolladas por seres humanos. Que son seres humanos quienes han creado su circuitería y su programación. Que solo seres conscientes, capaces de actuar con un propósito, pueden, estrictamente hablando, ser considerados seres inteligentes.
Pero, ¿podemos esperar que en futuro aparezcan máquinas conscientes?
Lo cierto es que sabemos muy poco todavía sobre cómo se produce la consciencia en los seres humanos. Y si no sabemos cómo funciona en nosotros mismos parece difícil que podamos recrear en un mecanismo tal fenómeno.
Pero, además, los entusiastas de la inteligencia artificial, aquellos que creen que la inteligencia de las máquinas es similar a la humana, los que creen que hay o habrá pronto máquinas inteligentes en el sentido humano de la palabra, olvidan continuamente un hecho fundamental, que la inteligencia humana es inseparable de las emociones. Olvidan que la nuestra es -por emplear una expresión del filósofo español Xavier Zubiri- una inteligencia sentiente.
Por lo que, si queremos construir máquinas capaces de reproducir la inteligencia humana, quizá tendríamos que empezar por diseñar máquinas capaces de sentir. ¿Se podrá hacer tal cosa? ¿Una máquina capaz de sentir seguiría siendo una máquina?

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Apariencia y realidad en el cine:
a vueltas con el mito de la caverna
Se podría decir, exagerando un poco, que toda película es una recreación del mito de la caverna. O que Platón inventó el cinematógrafo cuando expuso el mito de la caverna.
Pero lo cierto es que, sin exageraciones, muchas películas actuales, sobre todo dentro del género de la ciencia ficción, recrean, bajo otras formas narrativas, la contraposición realidad-apariencia de la alegoría platónica.
Entre estas podemos destacar las siguientes:
(1) Be Right Back, capítulo uno de la segunda temporada de la serie Black Mirror. (Doblada en España con el título Ahora mismo vuelvo). Se puede acceder a una versión doblada en Hispanoamérica en: https://www.youtube.com/watch?v=xD2yWJwU8-A&t=21s (ojo, pide tu correo para acceder, puede ser una puerta para infectar tu ordenador).
Ahs, el novio de Matha, muere en un accidente de tráfico. Para ayudar a Martha a superar su pérdida una amiga la inscribe en un sistema que, a través de un sofisticado programa informático, recrea la identidad de Ahs a partir de los datos que hay sobre él en la red. Después de sus dudas iniciales Martha comienza a interactuar con esta copia virtual del fallecido. Pero pronto la tecnología le ofrece la posibilidad de ir todavía más allá en la reconstrucción de la identidad de Ahs, proporcionándole una copia material casi perfecta del fallecido

(2) The thirteenth floor (Doblada al español con el título: Nivel 13).
Un equipo de ingenieros informáticos consigue recrear un mundo virtual en un ordenador (inspirándose en la ciudad de Los Ángeles de los años 30), y además desarrollan procedimientos para transferir mentes humanas (por ejemplo, las de los propios ingenieros) a los avatares de ese mundo virtual.

(3) Matrix.
Tras una guerra entre hombres y máquinas estas han sometido a la especie humana a la que mantienen hibernando con los individuos conectados a programas informáticos que recrean en su mente una realidad ficticia. Uno de los personajes de esa realidad ficticia, Thomas Anderson, programador cualificado y, con el nombre de Neo, hacker en los ratos libres, recibe una misteriosa visita.

(4) Ex machina.
¿Puede llegar a pensar y sentir una máquina como una humano?    ¿Cómo podríamos diferenciar si piensa y siente como un humano o imita los pensamientos y sentimientos humanos?
Nathan, un genio de la inteligencia artificial convertido en exitoso empresario, convoca un concurso entre sus empleados que gana Caleb, un joven informático, brillante y solitario. El premio consiste en pasar una semana en la mansión del jefe, escondida en un lugar remoto, en plena naturaleza. Una vez allí, Caleb es informado de que va a participar en un experimento. El experimento consiste en someter al Test de Turing (pero un Test de Turing con notables modificaciones), al último diseño informático de Nathan: Ava, una máquina con apariencia humana.

(5) Total recall (doblada con el título: Desafío Total).
Tema: un recuerdo implantado ¿en qué medida es real? Si pudiese manipularse a voluntad la memoria, implantando, por ejemplo, recuerdos elegidos por nosotros ¿cómo afectaría eso a nuestra identidad personal? Nuestra identidad ¿sería una farsa? Nuestra vida ¿sería una farsa? Pero, en cierto modo, nuestros recuerdos son una construcción nuestra. Pues, de entre las innumerables cosas que nos pasan, de los datos que asimilamos, solo guardamos unos pocos en nuestra memoria ¿es nuestra biografía una farsa?
La historia transcurre en un futuro en el que la tec­nología permite borrar o implantar secuen­cias en la memoria de los individuos. El prota­go­nista acude a MemoRecall para que le im­plan­ten el recuerdo de una aventura en Marte. A partir de entonces la realidad y la ficción ya no pueden ser distinguidas.

(6) Abre los ojos.
Se trata de un thriller psicológico con elementos de cien­cia ficción. La historia está narrada por César, des­de el psiquiátrico de la cárcel en la que se en­cuen­tra retenido acusado del asesinato de su «no­via». Con ayuda del  psiquiatra de la cárcel in­tenta recordar las circunstancias que le lle­va­ron (si es que le llevaron) a cometer el cri­men. Pero paulatinamente se ve inmerso en una serie de recuerdos donde la realidad y la fic­ción se confunden, hasta el punto de no po­der determinar cuándo sueña, cuándo está des­pierto, o si, incluso, está viviendo inmerso en un espacio virtual de una época futura.

(7) Insomnia (doblada en España con el título Insomnio).

Más información sobre algunas de estas películas en:

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