sábado, 18 de marzo de 2017

-ORIGEN Y DESARROLLO
DEL DECIR FILOSÓFICO-
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La filosofía surgió en Grecia, en el siglo VI a. C. Surgió como un tipo especial de saber, un saber nacido de tomar distancia frente a lo dado, frente a la totalidad de lo dado, para analizarlo, para preguntarse por su ser.
La labor del filósofo comienza siendo muy parecida a la del theorós, que era el enviado a una celebración religiosa para «ver», para tomar nota de que se hiciera un determinado ritual, o el que iba a los juegos -por ejemplo, a los juegos olímpicos-, a «ver», a tomar nota de cómo transcurrían las cosas.
Así, pues, en el siglo VI a. C. aparece un tipo humano que se planta ante la totalidad de lo dado, y toma distancia, para examinarlo, para dar cuenta de lo que observa, y dice lo que observa. Y nace así un tipo de saber nuevo, un tipo de saber tal que sin él sería ininteligible la civilización occidental.
Y es el caso que, desde el primer momento, este individuo humano, poseedor de un nuevo tipo de saber, este nuevo sabio, tuvo conciencia de que su decir no es cualquier tipo de decir, es un modo privilegiado de decir. Por eso, este decir fue denominado logos, legein (palabra, decir).
Ese nuevo decir, ese decir privilegiado, nació, en cierto modo, contraponiéndose a otro tipo de decir con una larga tradición detrás, otro tipo de decir privilegiado, el decir mítico.
¿Qué diferenciaba a este nuevo decir, a este nuevo saber, a este nuevo discurso, del decir mítico, del saber mítico? ¿Y qué compartían ambos modos privilegiados de decir, si es que compartían algo?
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Para responder a estas preguntas vamos a exponer primero lo que el decir mítico y el nuevo decir, dicen.
El decir mítico nos dice que, por encima de todo, gobernándolo todo, adjudicando a cada cosa su parte, está «la repartidora», la moira, lo que nosotros solemos denominar «destino».
Sometidos al destino, y ocupando cada uno la parte que le toca, están los inmortales y los mortales, esto es, los dioses y los hombres.
Los inmortales son poderosos y conocen el destino.
Los mortales desarrollan sus proyectos conscientes de su finitud. Y para desarrollar esos proyectos buscan ganar el favor de los dioses inmortales, de los dioses poderosos y sabios, mediante plegarias o sacrificios. Y buscan que los dioses les desvelen el destino a través de ciertos rituales, y especialmente, a través de los oráculos. En los centros oraculares los dioses hablan, normalmente a través de mediums, desvelando lo que, para los mortales, permanecía oculto.
Vamos a exponer ahora lo que el nuevo decir privilegiado, el logos, dice:
La totalidad de lo dado (la physis), es un permanente brotar, un permanente surgir. Pero todo surgir lo hace a partir de lo que oculta, a partir de su contrario. Así, lo húmedo surge a partir de lo seco, ocultando lo seco, lo caliente a partir de lo frío, ocultando lo frío, etcétera. Y así, la totalidad de lo dado surge a partir de un origen, de un principio (arkhé), al que permanentemente se sustrae y oculta, y al que permanentemente vuelve.
El nuevo decir muestra pues esa totalidad «surgiendo», «deviniendo», «llegando a ser», a partir de un principio que está inicialmente oculto pero que, ahora, queda desvelado (alétheia). El nuevo decir nos presenta así una visión clara de esa «totalidad deviniente», de la «physis», de la «naturaleza».
Podemos, ahora, indicar, que ambos discursos, ambos modos de decir, el decir mítico y el nuevo decir, comparten una cierta concepción de la realidad como un juego de límites: lo «patente» surge frente a lo «oculto», lo «dado» frete a lo «velado».
Pero se distancian en que el nuevo decir suprime a los dioses -a los que subordina al orden consustancial de la totalidad-, el nuevo decir destierra el capricho que suponen las intervenciones divinas, y nos muestra lo necesario, lo que siempre es.
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Más tarde logos, legein, fueron traducidos por «razón», alétheia por «verdad», physis por «naturaleza», arkhé por «principio», «origen». Y así se acabó diciendo que la filosofía nace cuando el discurso mítico es sustituido por el discurso racional, que trata de explicar los fenómenos naturales, buscando un principio interno a la propia naturaleza, a partir del cual explicar la totalidad de lo observado.
El primero que elaboró este nuevo decir, que luego se llamaría filosofía, fue Tales, natural de Mileto, una polis griega situada en las cosas del Mediterráneo oriental, en la actual Turquía.
Tales sostuvo que la totalidad de lo dado, esa totalidad múltiple y cambiante, la physis, es, en el fondo, agua. El agua es el arkhé del que todo brota y al que todo vuelve.
El siguiente vocero de ese nuevo decir fue Anaximandro, también de Mileto, y unos veinticinco años más joven que Tales, por lo que es de suponer que fue discípulo suyo.
Anaximandro sostuvo que la physis es una permanente lucha de contrarios, en la cual cada cosa «llega a ser» ocultando su contrario. Así, lo caliente llega a ser caliente ocultando lo frío, lo húmedo ocultado lo seco, etc.
Ahora bien, en esta lucha, en esta tensión, no hay un predominio absoluto de un contrario sobre otro. Pues si un contrario, por ejemplo, el calor, suprimiese totalmente al otro, en este caso al frío, ambos dejarían de ser. Por eso dice Anaximandro que la justicia (dikhé) rige el cosmos. La justicia es el orden cósmico, el equilibrio, que mantiene la tensión permanentemente, pero sin que las cosas se aniquilen mutuamente.
Y, en general, la totalidad de las cosas determinadas que nos hacen frente, surgen de lo apeiron, de lo indeterminado.
Unos veinticinco años más joven que Anaximandro, y también de Mileto -por lo que cabe suponer que se trata de un discípulo suyo-, es Anaxímenes.
Anaxímenes elabora otro decir «acerca de la naturaleza», en el que sostiene que el arkhé es el aire; el cual, mediante procesos de rarefacción y condensación, se transforma en todas las cosas.
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A partir de Anaxímenes, ese nuevo decir, posteriormente conocido como filosofía, abandona Mileto, aunque, de momento, no se va muy lejos, se traslada a Samos, una isla situada frente a las costas de la Jonia.
Allí nace Pitágoras, del que se dice que tuvo como maestros a Tales y Anaximandro, aunque de su vida se conocen pocas cosas con certeza. Con cuarenta años emigró a Crotona, una polis situada en la Magna Grecia (sur de Italia), y, de ese modo, la filosofía, con Pitágoras de Samos, como el polen con las abejas, se esparce fuera de su lugar de origen.
En Crotona Pitágoras se rodeó de una comunidad de discípulos, una especie de escuela, que adquirieron la costumbre de atribuirle todo descubrimiento hecho en la escuela. Por eso no conocemos con seguridad qué aportaciones se deben a estos y cuáles a aquel.
Lo cierto es que los pitagóricos de la primera época (y decimos «de la primera época» porque la escuela pitagórica sobrevivió durante centenares de años), sostuvieron dos cosas que tendrán una gran influencia posterior en el discurso «filosófico». Estas son: que los seres humanos poseen un alma inmortal, que los hace semejantes a los dioses, y que la naturaleza de las cosas, su arkhé, está determinada por los números.
Tras la muerte del cuerpo el alma se reencarna en otro cuerpo (humano o animal). Su objetivo final sería regresar a la esfera celeste, junto a los dioses, que es el lugar al que pertenece. Para que el alma pueda lograr este objetivo debe limpiarse de todo aquello que la vincula a lo bajo, a lo terrestre, es decir, purificarse. La purificación consistía en abstenerse de comer ciertos alimentos, y en la práctica de las matemáticas.
Los números no era concebidos como simples cantidades, sino que consideraban que cada número tenía ciertas propiedades que eran las responsables de las propiedades de las cosas. (Así, el uno es lo que determina la constitución de cada cosa como cosa, pues toda cosa es una. Pero el uno era también el número de lo masculino. El dos el de lo femenino. Etcétera).
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Aproximadamente por la misma época en que, en Crotona, Pitágoras estaba rodeándose de discípulos, en Éfeso, otra polis de la Jonia, cercana por lo tanto a Mileto, nacía Heráclito.
Heráclito deja constancia de su decir en una colección de aforismos -de los que se conservan bastantes-, que tratan «peri physeos» (sobre la naturaleza).
Heráclito sostiene que la totalidad de las cosas están sometidas a un permanente devenir, un permanente «llegar a ser». Este devenir, este «llegar a ser», surge de una lucha de contrarios, a consecuencia de la cual cada cosa «llega a ser» ocultando su contrario. Es decir, de un modo similar a lo que ya vimos en Anaximandro, lo seco llega a ser seco ocultando lo húmedo, lo caliente llega a ser caliente ocultado lo frío, etcétera.
Pero esta lucha no supone la aniquilación de un contrario por el otro, porque, de ser así, ambos se destruirían. Existe, por lo tanto, una armonía cósmica que mantiene el equilibrio. A esa armonía cósmica, u orden cósmico, le denomina Heráclito logos.
(Sí, logos es palabra, logos se denomina a ese nuevo decir -que luego se denominará filosofía-, y logos es el orden, la armonía, detrás de todo devenir, detrás de todo «llegar a ser». Pero no hay nada sorprendente en que ambas cosas se denominen igual, pues, desde el principio, ese nuevo decir o logos, pretendió mostrar la physis, narrar lo dado, exhibir su ser).
Heráclito dice también que el cosmos es como un «fuego viviente», que «se enciende según medida y se apaga según medida». Aclara esto en otros fragmentos cuando dice que el fuego se transforma en todas las cosas y todas las cosas en fuego. Lo explica así: el Sol es un cuenco de fuego puro, que al enfriarse se transforma en nubes de tormenta, que al enfriarse se transforma en lluvia, que va a parar parte al mar, parte a la tierra.
Pero como el proceso se mantiene en equilibrio, hay una vía contraria (vía ascendente): al calentarse la tierra y el mar se producen evaporaciones, que dan origen a nubes de tormenta, que al calentarse se convierten en fuego, que es recogido en el cuenco del Sol.
Parece ser que Heráclito fue el primero que empleó la palabra filósofo. Pues, pareciéndole quizá pretencioso denominarse sabio, prefirió definirse como «amante de la sabiduría», «entregado a la sabiduría» (que es lo que significa «filósofo»).
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Pero como, a estas alturas, la filosofía se había esparcido ya por el Mediterráneo, en la misma época en la que, en Éfeso, Heráclito elabora su decir, en Elea, polis de la Magna Grecia, Parménides elabora el suyo, que nos transmite a través de un Poema.
En ese escrito Parménides dice, a través de las palabras de «la diosa», que el sabio tiene ante sí dos vías, aunque inseparables la una de la otra: la «vía de la opinión» y la «vía de la verdad».
La vía de la opinión es aquella en la que están instalados todos los mortales (tanto sabios como ignorantes). Es la vía que nos muestra el mundo tal como se aparece, tal como se presenta, digamos que, espontáneamente, ante nosotros.
¿Y cómo se aparece el mundo ante nosotros? Pues como una realidad cambiante, hecha de múltiples cosas, de multitud de entes.
Parménides le llama «vía de la opinión», porque, de las cosas tal como se presentan ante nosotros, solo podemos decir lo que parecen ser, no lo que son. (Pues, del mismo modo que todo está llegando a ser, todo está dejando de ser).
Pero, algunos hombres, tomando como punto de partida esta vía, toman distancia frente a ella, someten a reflexión eso que contemplan, ese mundo múltiple y cambiante que nos hace frente.
Y lo primero que descubren cuando inician el proceso de reflexión es que lo que cambia no puede diluirse en la nada, ni de la nada salir algo. Tal cosa es impensable.
Por lo tanto, si todo está cambiando, pero las cosas no pueden diluirse en la nada esto significa que tras los cambios hay algo que permanece.
Y ¿qué puede ser eso que permanece tras los cambios?
(Ante esta pregunta hoy en día alguien podría estar tentado de responder algo a así como: «la materia». Pero ante esta respuesta cabría preguntar: ¿qué es la materia? Y no vale responder algo así como «lo que está hecho de átomos, protones y electrones», porque entonces podríamos seguir preguntando ¿y de qué están hechos los átomos, protones, etcétera? A lo que podríamos estar tentados de responder, «de materia». ¡Ajá! Y, ¿qué es la materia? Bueno, con todo este discurso solo queremos mostrar que la respuesta no es tan fácil).
La respuesta de Parménides a esa pregunta es: el ser. Lo que permanece tras todo cambio solo puede ser lo común a todo, y lo común a todo es el ser. Las cosas que nos hacen frente se nos muestran bajo múltiples aspectos según van cambiando, pero siempre «son». Así, algo aparece como siendo un abeto, luego como siendo madera, o materia orgánica, luego como siendo nutrientes para plantas, etcétera. Pero siempre es.
Por lo tanto, este proceso nos ha llevado a desvelar el substrato, el principio (arkhé) que está detrás de la totalidad múltiple y cambiante, el ser.
A este proceso que nos conduce desde el mundo múltiple y cambiante hasta el ser le denomina Parménides «vía de la verdad». El nombre se debe a que, como ya vimos, «alétheia», el término que nosotros traducimos habitualmente por «verdad», significa, literalmente, des-velamiento, des-cubrimiento. Y, como hemos visto, esta es la vía que nos lleva a desvelar, descubrir, lo que, para el común de los mortales, permanece oculto, cubierto: el ser.
Y una vez descubierto, ¿qué podemos decir acerca del ser?
Pues el ser, obviamente, no puede ser visto, ni oído, palpado o degustado. El ser no es un objeto que se ofrezca a nuestros sentidos, sino a la razón. (En realidad, nada se ofrece solamente ante nuestros sentidos, pero aceptemos, a efectos didácticos, esta simplificación). Lo que podemos decir acerca del ser es aquello que podamos descubrir tras un ejercicio de reflexión.
Pues bien, tras este ejercicio de reflexión acerca del ser podemos decir lo siguiente:
En primer lugar, podemos decir que es eterno. Esto quiere decir que no puede nacer (surgir, llegar a ser), ni perecer (desvanecerse, dejar de ser). No puede nacer porque para ello tendría que nacer del ser o del no ser. Si naciese del ser tendríamos lo que ya tenemos, no hay nacimiento alguno. Si naciese del no ser tendríamos que admitir que de la nada puede surgir algo, lo cual ya hemos dicho que es inadmisible.
En segundo lugar, podemos decir que es uno. La razón es que para que hubiese dos, tendrían que diferenciarse en algo. Pero ese algo, solo podría ser «ser», en ese caso es lo mismo, no hay distinción, o «no-ser». Pero el «no-ser» no es, no hay «no-ser».
Con argumentos similares podemos concluir también que el ser es simple, inmutable y macizo.
Finalmente, el ser es limitado. ¿Y por qué no, ilimitado? Porque si fuese ilimitado no sería nada. Algo «es» si puede determinarse frente a otra cosa. Algo ilimitado carecería de determinación, y, por lo tanto, carecería de ser. Ilimitado es sinónimo de indeterminado, de caos, de no ser.
Bueno, y entonces ¿qué limita el ser? Pues aquello frente a lo cual lo pensamos, frente a lo que desvelamos el ser. Lo que limita el ser es el mundo tal como se ofrece ante nuestros ojos, el mundo múltiple y cambiante. Pues el ser solo puede ser pensado «substrayéndolo a», «confrontándolo con», el mundo múltiple y cambiante.
Por esa razón, la vía de la opinión no puede ser rechazada. Pues solo desde esta vía pueda accederse al conocimiento del ser.
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Entre los discípulos de Parménides destaca Zenón, también de Elea. Zenón de Elea hace una interpretación de la distinción parmenídea entre vía de la verdad y vía de la opinión que tendrá una gran importancia en el devenir de la filosofía.
Zenón sostiene que el ser es lo único que puede ser objeto de la razón, por ello solo el ser «es», solo el ser es «real». El mundo múltiple y cambiante no puede ser descrito por la razón, no posee logos, y por ello es solo una «apariencia» de realidad.
A partir de Zenón se introducirá en la filosofía la contraposición entre apariencia y realidad, contraposición que llega hasta nuestros días.
Para apoyar sus tesis Zenón muestra, a través de una serie de argumentos, como, si tratamos de explicar racionalmente lo que cambia o es múltiple, nos encontramos con paradojas inadmisibles.
(Por ejemplo, la razón nos dice que una flecha disparada jamás podrá alcanzar el blanco. Porque para ello tiene que pasar por infinitos puntos, pues cualquier línea -por ejemplo, la recorrida por la flecha-, se divide en infinitos puntos. Pero no se puede pasar por infinitos puntos en un tiempo finito. Obviamente, la realidad nos muestra que la flecha sí alcanza el blanco).
Estas paradojas confirmarían que el cambio, al igual que la multiplicidad, no son racionalizables, no poseen logos, lo que significaría que «no son», son solo aparentes.
Y esto coloca al discurso filosófico ante un gran desafío.
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Contemporáneo de Zenón es Empédocles, natural de Agrigento, en Sicilia (Magna Grecia). A Empédocles se deben dos escritos, titulados Acerca de la naturaleza, y Purificaciones.
Empédocles sostiene que la totalidad de los entes, la physis entera, procede de cuatro raíces (que posteriormente serán denominadas elementos). Estas son: el agua, el aire, la tierra y el fuego, que, al mezclase y separarse dan origen al cosmos entero.
Lo que lleva a tales raíces a mezclase o separarse son dos principios cósmicos que Empédocles denomina amor (principio de unión), y odio (principio de separación).
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