sábado, 18 de marzo de 2017

-PERTURBACIONES Y DESASIMIENTOS-

Es frecuente que, en ciertos momentos clave de sus vidas, los seres humanos, o algunos seres humanos al menos, se enfrenten con una serie de descubrimientos perturbadores. Son descubrimientos que no plantean solamente problemas intelectuales, frente a los cuales el individuo pueda mantenerse emocionalmente indiferente, como si se tratase de resolver una ecuación matemática, sino que implican la propia existencia del individuo; descubrimientos que, en algunos casos, producen en el individuo un estado de permanente meta-reflexión, un desasimiento de lo cotidiano (acompañado, acaso, de la necesidad de encontrar nuevamente dónde asirse), una especie de conciencia filosófica.

PRIMER DESCUBRIMIENTO PERTURBADOR:
LA MUERTE
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Enfrentar la muerte
Quizás el primero de estos descubrimientos perturbadores sea el de la muerte, esto es, tomar conciencia de que vamos a morirnos. Entre los cinco y los diez años casi todos los niños acaban enfrentándose en algún momento con esa conciencia de la mortalidad.
Ese descubrimiento se puede desglosar, en realidad, en otros dos: la conciencia de que vamos a morir y la conciencia de que morir es horrible, de que no queremos morir.
Pero la inteligencia que produce este descubrimiento, que descubre esta paradoja, la de que vamos a morir y no queremos morir, urde estrategias para enfrentarla, para poder sortearla, superarla o convivir con ella.
Estas estrategias pueden ser clasificadas en tres grupos: las que se conforman con garantizar una inmortalidad diferida, no estrictamente personal, las que buscan garantizar una inmortalidad personal, y, las más difíciles, acaso las que solo se pueden alcanzar tras un largo proceso de maduración, las que hacen de la muerte el sentido de la vida.
Entre las estrategias del primer tipo nos encontramos con las siguientes:
Una primera estrategia, que era habitual, por ejemplo, en el mundo griego arcaico, pero que es compartida por individuos de distintas épocas y civilizaciones, consiste en buscar la pervivencia a través de la fama. La fama deja un rastro nuestro tras la muerte corporal, de modo que nos hacemos la ilusión de que algo de nosotros pervive, aunque solo sea en la memoria de nuestros semejantes.
Otra forma de intentar superar la muerte, de vencerla, es a través de la disolución del sujeto en la comunidad. Yo soy un yo, pero también soy un nosotros. El nosotros del que formo parte es la familia, la patria, la nación, la cultura, la lengua, o incluso la naturaleza entera. Al identificarme con algún grupo, al poner mi identidad en el grupo, consigo que esta identidad mía perviva tras mi muerte corporal, creándome una ilusión de inmortalidad.
Una forma más sofisticada de intentar vencer a la muerte, es a través de la identificación del entendimiento personal con el conocimiento en general. Así, Aristóteles, y, de manera más clara, Averroes, sostienen que el entendimiento agente, que es una parte o función del entendimiento humano, es inmortal; pero, eso sí, tal entendimiento es el mismo en todos los seres humanos. (Para entendernos: cuando yo pienso una ecuación matemática, y Fulanito piensa la misma ecuación matemática, mi entendimiento y el de Fulanito son, en ese aspecto, el mismo entendimiento).
Todas estas formas de intentar sortear la muerte pueden, sin embargo, no resultar satisfactorias para la inteligencia. Pues no garantizan la pervivencia personal, la pervivencia real del individuo, que es a lo que el sujeto pensante, el sujeto que se descubre como mortal, aspiraría.
Pero, desde tiempos inmemoriales, la inteligencia habría ido urdiendo otra forma de solucionar la paradoja que supone descubrir que vamos a morir y que no queremos morir. Esa nueva estrategia para enfrentarse con este problema consistiría en postular la existencia, en cada individuo, de un alma inmortal.
Parece que los primeros que tuvieron tal ocurrencia fueron los hindúes. El hinduismo, una religión, un conglomerado de religiones en realidad, aparecida en el Indostán hace unos 3.500 años, que es seguida hoy en día por centenares de millones de personas, sostiene que el ser humano posee un alma inmortal que se reencarna tras la muerte del cuerpo.
Del hinduismo tales doctrinas pasaron al orfismo, una religión mistérica (cerrada, secreta, impartida solo a iniciados) que se expandió por el mundo griego antiguo. Del orfismo la tomaron, a su vez, los pitagóricos. El pitagorismo es una corriente filosófica surgida en el mundo griego en el siglo VI a. C. que defendió una antropología dualista, según la cual el ser humano es un compuesto de dos sustancias separables: un cuerpo mortal, de linaje terrestre, y un alma inmortal, de linaje celeste. El dualismo antropológico pasó de los pitagóricos a Platón y a los neoplatónicos. Y, posteriormente, al cristianismo -donde la inmortalidad del alma aparece claramente como inmortalidad personal-, y al islam.
Y así nos encontramos con que, a principios del siglo XX, Miguel de Unamuno, escritor y filósofo español de la Generación del 98, hará del ansia de inmortalidad el centro de su reflexión. Unamuno sostiene, siguiendo una larga tradición filosófica, que el impulso fundamental que mueve a los seres vivos es el deseo de pervivir. Este deseo se manifiesta en los seres humanos, según Unamuno, como ansia de inmortalidad. Tal ansia de inmortalidad está detrás del afán por el conocimiento, pues lo que el hombre busca es descubrir qué puede perdurar de uno mismo. El conocimiento supremo sería aquel que nos permitiese aclarar definitivamente el problema de nuestra propia muerte. Ante el cual caben tres posibles soluciones: (1) Alcanzar la seguridad de que vamos a morir; esto es, de nuestra completa aniquilación. (2) Alcanzar la seguridad de nuestra inmortalidad. (3) Mantenernos en la imposibilidad de decidir; esto es, mantenernos en la incertidumbre. Esta tercera posibilidad produce un especial estado de ánimo, que Unamuno denomina congoja. Pero esta congoja, esta incapacidad de decidir de modo definitivo acerca de aquello que es de nues­tro máximo interés, es la que dota a la vida humana de una especial intensidad.

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Enfrentar la inmortalidad
Tras enfrentarse con el problema de la muerte, con el problema de que debemos morir y no queremos morir, algunos seres humanos descubren algo más terrible: la inmortalidad.
No queremos morir, al menos en circunstancias normales, eso es cierto. Por ello, sabernos inmortales, o creernos inmortales, puede parecer, en un primer momento, algo tremendamente satisfactorio. Una solución a esa cruel paradoja. El mayor bien al que podríamos aspirar.
Pero, después de pensar un poco, y acaso cuando uno ya se ha olvidado del tema de la muerte porque cree haberlo solucionado, tenemos que concluir que esta solución es terrible. ¿Realmente alguien que pueda hacerse una idea, solo ligeramente aproximada, pues otra cosa no es posible, de lo que pueda ser vivir eternamente, puede desear tal cosa? La vida eterna es el castigo supremo. Y algo de eso debió descubrir el antiquísimo pensamiento hindú, cuando, después de inventarse la solución del alma inmortal tuvo que desarrollar la doctrina budista, cuya finalidad esencial es liberar el alma de la cadena de las reencarnaciones.
Claro que, sobre las consecuencias de la inmortalidad, acaso estuvo más acertado Borges. Jorge Luis Borges, el escritor argentino cuyas narraciones son una invitación continua a la reflexión, un ejemplo de literatura filosófica, especula en El inmortal, con las consecuencias que, sobre la identidad humana, acarrearía una vida eterna. El inmortal de la narración borgiana se ha sumido en el olvido de sí mismo. Como un vegetal, como una roca. Las aflicciones, los deseos, los temores, las esperanzas, ya no le afectan, y, por lo mismo, ha abandonado la humanidad. (¿Podemos adelantar a partir de aquí por dónde van los tiros de aquellos que sostienen que es precisamente la muerte la que dota de sentido a la vida?).

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Y luego está Nietzsche
Pero si no queremos morir, ni vivir eternamente, la paradoja adquiere otra dimensión. Y aquí aparece Nietzsche, es decir, la inteligencia humana a través de Nietzsche, que ideó una singular ¿salida? de este atolladero, una manera distinta de situarse ante el devenir y la muerte: el eterno retorno de lo mismo. La idea, ya formulada en el mundo antiguo, de que todo retorna eternamente.
Pero, en boca de Nietzsche, esta idea no significa, como pueda parecer en una interpretación simplista, que todo vuelve a repetirse. Algo así como si dentro de x, elevado a x, años volviese a suceder de nuevo lo mismo. Por el contrario, lo que pretende mostrarnos Nietzsche es que es el tiempo mismo, el instante, el que se repite.
¿Y esto qué quiere decir?
Vamos a tratar de aproximarnos a la idea de eterno retorno a través de dos imágenes, de dos alegorías, en realidad.
Primera imagen. Imaginemos un Dios omnisciente, situado más allá del tiempo y del espacio, que fuese capaz de contemplar el universo entero, incluido su origen y su fin, en un mismo golpe de vista. Ante su mirada no habría diferencia entre pasado y futuro, todo aparecería como en un eterno presente, del que no quedaría nada fuera. Y, ahora, imaginemos que no hay Dios.
En La invención de Morel, el escritor argentino Adolfo Bioy Casares se acerca a la idea del eterno retorno de lo mismo a través de una imagen distinta. Bioy Casares especula con la posibilidad de desarrollar un aparato que permite grabar un instante, un periodo de tiempo, de la vida de una persona o comunidad con todo lo que esta conlleva. La grabación recoge la experiencia total de ese instante, con sus recuerdos, opiniones, sensaciones, estados físicos, etc. La máquina, el invento de Morel, permite, a continuación, reproducir ese momento grabado, una y otra vez, que, por lo tanto, retorna siempre, pero es siempre el mismo instante.


SEGUNDO DESCUBRIMIENTO PERTURBADOR:
QUE LA VIDA NO TIENE SENTIDO
Qué la tarea de la filosofía es descubrir el sentido de la vida se ha convertido en un tópico. Pero, en este caso, en un tópico falso. Jamás ha preocupado a ningún filósofo griego o romano antiguo, ni a ningún filósofo medieval, en caso de que realmente haya habido filósofos en la Edad Media, cuál es el sentido de la vida.
Pero sí se ha instalado en nuestra cultura la idea de que la vida tiene que tener un sentido, y de que ciertas formas de pensamiento profundo, entre las que el vulgo  incluye a la filosofía y a las empalagosas narraciones de Paulo Coelho, están para descubrir y mostrarnos ese sentido.
De modo que se convierte en una experiencia desgarradora el descubrir, cuando uno ya ha pasado, a veces largamente, la adolescencia, que la vida no tiene ningún sentido. Que estamos aquí a consecuencia de múltiples y fortuitos azares, sin ningún papel que representar, y que nada garantiza que vayamos a estar aquí, ni siquiera como especie, en el futuro.
Pero, como han mostrado, ahora sí, diversos filósofos, entre los que podemos mencionar a los españoles Jesús Mosterín o Gustavo Bueno, que la vida carezca de sentido no es una objeción a la vida, sino más bien todo lo contrario. Pues si la vida tuviese sentido, significaría la negación de toda libertad. Que la vida tenga un sentido establecido previamente significaría que somos algo así como, empleando una metáfora de Bueno, flechas lanzadas por manos ajenas. Que la vida no tenga sentido quiere decir, por el contrario, que el futuro está abierto, que está, hasta cierto punto como siempre, en nuestras manos. Que puede haber múltiples sentidos, los cuales serán siempre creación nuestra.


TERCER DESCUBRIMIENTO PERTURBADOR:
QUE SER MALO PRODRÍA SER BUENO
Quizá este descubrimiento solo pudo realizarse, o llegar a ser perturbador, en un determinado contexto, en el seno de una civilización que hizo de la existencia humana un fenómeno moral: la civilización cristiano-occidental.
Y, dentro de ese contexto, en el ámbito en el que el debate moral adquirió más intensidad, en la Alemania post-luterana y post-kantiana. Y ahí aparece Nietzsche. Preguntándose por qué hay que ser bueno. Y si ser bueno no será, a la postre, malo, malo para la vida. De esa pregunta inicial sale toda la filosofía de Nietzsche.
Pero, obviamente, una vez que alguien formula esa pregunta hay que enfrentarla, ya no podemos librarnos de ella sin más. Hacer cómo que no la hemos oído, como que no nos ha hecho cuestionarnos ciertas seguridades.
Pues bien, atrevámonos, ahí va la pregunta ¿no podría suceder que ser malo fuese bueno?
Por si quien lee esto no había sido perturbado todavía por esa pregunta vamos a contextualizarla, para que adquiera sentido. En el ámbito cristiano la bondad se convierte en el valor supremo, el valor que rige la existencia de los seres humanos. Pues solo la bondad garantiza la salvación. Y no solo eso, la maldad, o la simple carencia de bondad, en el supuesto de que sean dos cosas diferentes, conduce al castigo eterno. La maldad, o ausencia de bondad, es una ofensa a Dios, a Cristo, es el pecado. Pero es, también, una ofensa a los demás, a la comunidad cristiana.
Pero, a partir de la Ilustración, el cristianismo se volvió, aparentemente, un cuento de viejas. Es decir, el pecado, el perdón, la salvación, etc., pasaron a formar parte de una literatura obsoleta, propia de otras épocas, a la que solo las abuelas, siempre ancladas en el pasado, por seguir con el tópico, siguen atendiendo, más por rutina que por auténtica convicción.
No obstante, la visión moral del mundo no murió con el cristianismo, se hizo laica, se instaló en la vida civil. Se convirtió en progreso. Progreso hacia un mundo mejor, donde mejor significa con más igualdad, libertad, compasión, fraternidad. Quien ataca tales ideales, quien cuestione que la igualdad es buena, la desigualdad mala, quien defienda la servidumbre o la esclavitud, quien haga gala de soberbia y egoísmo, se coloca del lado de la maldad. Es malo.
Y entonces Nietzsche se pregunta ¿por qué? ¿No podría suceder que la dureza y la servidumbre fuesen necesarias para crear una cultura más elevada, una cultura superior? ¿No es la diferencia de valores, la jerarquía de valores, la que permite la existencia misma de valores? ¿No podría suceder que el egoísmo fuese un derecho de los individuos auténticamente creadores, diferentes, que sobresalen de la masa? Es más, ¿desde el punto de vista de los intereses de la especie, qué significa egoísmo?
A todas estas preguntas Nietzsche da una respuesta. Pero no nos interesan aquí las respuestas de Nietzsche. Nos interesa la pregunta original, esto es, ¿no podría suceder que ser malo fuese bueno?, porque, sea cual sea nuestra respuesta, una vez formulada esa pregunta ya no podemos mantener la mirada inocente sobre la moral. Una vez planteada esa pregunta la moral misma, no esta o aquella moral, sino la existencia misma de conductas morales, se convierte en objeto de discusión. Aparece en escena un problema nuevo, el del valor de la moral.


CUARTO DESCUBRIMIENTO PERTURBADOR:
QUE QUIZÁ NO TENEMOS CAPACIDAD DE ELEGIR
Denominamos libre albedrío a la capacidad de elegir que se supone que poseemos los seres humanos. Muchos filósofos y pensadores religiosos consideran que esta capacidad de elegir es la que nos convierte en seres morales, pues solo puede calificarse de buena o malvada una conducta si ha sido elegida por quien la lleva a cabo.
Que poseemos libre albedrío parece ser confirmado, además, por la experiencia cotidiana, pues todos sentimos que ciertas decisiones las tomamos nosotros mismos, libremente, y otras se nos imponen.
No obstante, que exista tal capacidad de elegir ha sido cuestionado en numerosas ocasiones por otros relevantes pensadores. Ya decía Spinoza, filósofo judío-sefardita holandés del siglo XVII, que la libertad no es más que la conciencia de la necesidad.
Posteriormente, ya en el siglo XX, otro judío célebre, Sigmund Freud, desarrolló el psicoanálisis, una corriente psicológica con numerosos seguidores y detractores que pretendía explicar todo tipo de fenómenos mentales y curar los trastornos de la conducta. Esta corriente partía del supuesto de que buena parte de nuestra conducta es decidida a nivel inconsciente, fuera, por lo tanto, del control consciente del individuo.
Pues bien, en 1983 Benjamín Libet realizó un experimento crucial. Consistía en colocar unos electrodos en el cuero cabelludo que permitían medir la actividad cerebral de unos individuos que se habían prestado para realizar el experimento. A continuación se les pedía a tales individuos que tomasen una decisión espontánea del tipo levantar un brazo, y que señalasen el momento de tomar la decisión con un reloj apropiado para tal fin.
El experimento demostró que los cerebros de los sujetos había tomado la decisión una instante antes de que los sujetos fuesen conscientes de que la estaban tomando.
Este experimento ha sido repetido posteriormente con instrumental más sofisticado y con las mismas conclusiones.
El experimento demuestra que nuestra conducta está determinada por mecanismos fisiológicos del cerebro, que funcionan siguiendo relaciones causa-efecto, igual que cualquier otro fenómeno natural. Estos procesos fisiológicos del cerebro son los que producen, posteriormente, la conciencia de haber tomada esas decisiones. La conciencia sería como la espuma que produce la cerveza después de caer en el vaso. Nuestra aparente libertad es solo eso, aparente, espuma.
Pero quizá la conclusión no sea tan simple.
El caso es que cuando el cerebro actúa produce en nosotros la conciencia de tomar una decisión. Y si hemos de creer a Aristóteles, que ya manifestó en su momento que la naturaleza no hace nada en vano, cabría preguntarse por qué produce el cerebro en nosotros la conciencia de tomar una decisión. Dejando al viejo Aristóteles de lado, y pensando en términos evolucionistas, cabe plantearse por qué la evolución produjo el mecanismo de la conciencia. ¿Por qué, si el cerebro toma las decisiones por su cuenta, por así decirlo, ha aparecido otro fenómeno mental consistente en tomar conciencia de haber tomado esas decisiones? Quizá porque esa toma de conciencia también cumple un papel. Nos permite evaluar, retrospectivamente, la decisión tomada. Y esta evaluación se convierte en un nuevo elemento determinante para la próxima vez que el cerebro tome una decisión.
De modo que los problemas subsisten. ¿Tenemos, finalmente, libre albedrío, capacidad de elegir? ¿Y qué entendemos por elegir?


QUINTO DESCUBRIMIENTO PERTURBADOR:
QUE QUIZÁ LA REALIDAD NO ES REAL
Es posible que de niños nos hayamos sorprendido al descubrir, acaso porque nos lo contaron en la escuela, que el Sol es mucho más grande que la Tierra. Es muy grande pero está muy lejos, se nos dice, por eso parece que tan solo tiene el tamaño de un balón de fútbol, de baloncesto a lo sumo.
El argumento acaba convenciéndonos porque en la propia experiencia cotidiana encontramos situaciones que lo avalan. Es posible, por ejemplo, que al asomarnos a la ventana de un noveno piso nos encontremos con que los seres humanos que caminan por la calle adquieren la dimensión de pequeños ratones. O que, si vivimos en un pueblo, hayamos observado como las personas o los coches se empequeñecen conforme se alejan por la carretera.
Pero este proceso de descubrimiento de la irrealidad de lo real -es decir, del descubrimiento de que nuestra realidad cotidiana no se sostiene, o no se sostiene donde creíamos que debía sostenerse-, no acaba aquí.
Al descubrimiento de la relatividad aparente de los tamaños de los cuerpos pueden seguir otros descubrimientos: descubrir, por ejemplo, que al meter un lápiz en un vaso de agua cristalina aparece ante nuestros ojos formando un ángulo. Quizá alguien nos diga que eso es una distorsión óptica, fruto de la refracción de la luz. De modo que todo queda explicado. Pero empezamos a pensar que puede ser conveniente dudar de vez en cuando de lo que vemos.
Quizá posteriormente oigamos hablar de rayos situados fuera del espectro visible, rayos ultravioletas o infrarrojos. E incluso se nos alerte de que los rayos ultravioletas pueden quemar nuestra piel si nos exponemos al sol sin la protección adecuada.
¿Cómo? ¿Rayos que no se ven? ¿Luz que no se ve?
Bueno, hay montones de cosas que no se ven. Sin ir más lejos, cuando usamos el móvil para enviar un mensaje nos estamos comunicando a través de ondas electromagnéticas. Que, obviamente, no vemos.
Más sorprendente es que veamos cosas que no hay. Pero lo hacemos continuamente. Vemos colores, pero no hay colores. Mejor dicho, los hay porque los vemos. Pero no existen al margen de los seres capaces de sentir, y de interpretar ciertos estímulos como colores.
Y podemos ir mucho más allá. La tecnología informática nos coloca ante posibilidades ¿aterradoras? Apenas hace unas décadas que se desarrollaron los lenguajes de programación y somos capaces de recrear mundos imaginarios dentro de un ordenador. No es impensable que dentro de unas décadas seamos capaces de reproducir un mundo vivo de carácter virtual. Imaginemos dentro de miles de años lo que podríamos llegar a hacer. Podríamos recrear un universo entero dentro de un ordenador. Un universo virtual, con sus galaxias, sus estrellas, sus planetas, sus seres vivos, evolucionando al azar o siguiendo un programa, sus seres conscientes, preguntándose si es real la realidad.
Y, ya puestos a imaginar, ¿quién nos dice que eso no ha pasado ya? ¿Quién nos asegura que nuestro universo no es en realidad un juego, una realidad virtual, diseñada por seres inteligentes que han alcanzado ese punto de desarrollo que nosotros especulamos que se podrá alcanzar dentro de miles de años de años?
Y si fuese así ¿qué cambiaría? ¿qué diferencia habría entre que nuestro universo fuese un proyecto virtual y que no lo fuese? ¿qué diferencia habría entre el universo de los creadores del juego y nuestro universo? ¿qué podría hacer al suyo más real?
Y, en definitiva, ¿qué significa que algo sea real? Y, ya puestos, ¿qué significa que algo sea?


SEXTO DESCUBRIMIENTO PERTURBADOR:
SI TODOS LOS PROBLEMAS ESTUVIESEN SOLUCIONADOS ¿ENTONCES QUÉ?
Tras su aparente inocencia, esta pregunta quizá sea la más perturbadora de todas.
Gustavo Bueno, filósofo español contemporáneo, fundador de una corriente de pensamiento conocida como materialismo filosófico, insiste frecuentemente en que pensar es pensar contra alguien. Uno podría ir más allá y sostener que, en cierto modo, sentir es sentir contra alguien, vivir es vivir contra alguien. Pues, como había descubierto ya Spinoza, el filósofo holandés del que ya hemos hablado, toda determinación es negación.
Es decir, por atenernos al tema que nos interesa aquí, los seres humanos se encuentran rodeados de problemas frente a los cuales se autoconstituyen como humanos. Problemas inmediatos que tienen que ver con la subsistencia física (comer, beber, guarecerse del frío), y que llevan al enfrentamiento con la naturaleza, con otras especies animales, o con otras tribus o pueblos. Problemas algo menos inmediatos pero muy próximos, como puedan ser la falta de libertad, que pueden ir desde la falta de libertad política en el seno de un Estado, hasta la falta de libertad personal en el seno de la familia, y que llevan al enfrentamiento con el orden político establecido y los defensores de ese orden, o los conflictos entre padres e hijos. Problemas que tienen que ver con cómo resuelvo mi vida, estudios, trabajo, amores. Problemas que nacen de un grado de sensibilización y racionalización más elevado, y que tienen que ver con una instalación en la realidad más compleja, tales como el de la organización social y política de mi país, el medio ambiente, el sufrimiento ajeno, etc.
Pero ahora imaginemos que no tenemos ningún problema; que, en lo esencial, todos los problemas están resueltos. Y yo sigo aquí. ¿Y entonces qué?
Derechos de autor propiedad de D. Alejandro Bugarín Lago
Valladolid, diciembre-2015


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